Pasma contemplar la inmensa industria montada alrededor de los remedios naturales para cualquier asunto relacionado con la salud o el bienestar físico. Da igual que las píldoras sean de ajo o gengibre, siempre que suene a algo que se pueda cultivar o extraer de la naturaleza. Automáticamente tendrás una cura para todas las dolencias, desde el dolor más punzante a la cagalera más desparramada e incapacitante.

Hace poco salí a navegar con un grupo de gente, entre los se encontraba una inteligente zagala argentina, emigrada de Buenos Aires a Australia, y recalada por estos lares con el fin de disfrutar del esfuerzo y las ampollas de hacer el Camino de Santiago a pie (también pensamiento mágico, pero al menos acompañado de un benefactor esfuerzo físico). Esta chica lo resolvía todo con pastillas de gengibre envueltas en capsulitas de plástico. Da igual que fuera el dolor de estómago que sufría otra navegante o en sustitución de la biodramina para el mareo.

Es sorprendente lo que cuesta a la ciencia médica explicar lo que debería ser obvio. Por ejemplo, que las vacunaciones universales nos han librado de enormes y mortíferas plagas con nombres que ahora nos parecen exóticos, o sacados de una historia de terror, como la polio, el tifus o la tosferina..

Como cualquiera con dos dedos de frente ya sabe, los remedios naturales no funcionan, empezando por la tomadura de pelo de la homeopatía. Los patógenos serán pequeños, pero tienen una capacidad impresionante para hacer daño. Por eso es necesario combatirlos con química pura y dura, derivada de costosos y extenuantes ensayos clínicos.

Por decirlo claramente: si algo no perjudica al hígado, difícilmente perjudicará a un puto patógeno. Así que déjate de historias mágicas, y vete al médico de verdad, no al brujo homeópata de la tribu.