Macron no pudo ser más claro y directo: «Sólo conozco a un socio y amigo que es España, España en su conjunto ( l'Espagne tout entière). Lo demás no me concierne».

Lo demás es la bomba de relojería del desafío soberanista catalán, a la que Puigdemont le ha puesto día y hora para su implosión, y cuya cuenta atrás ya ha comenzado.

Macron sigue así la línea de sus predecesores, el último de ellos François Hollande, que siempre han sostenido explícitamente al Gobierno español en este espinoso asunto. Nadie quiere abrir en Europa la caja de los truenos del independentismo (y el que menos, Francia), así que el referéndum, como aquella guerra de Troya de Giraudoux, «no tendrá lugar». No hay país que no tenga su particular Cataluña, sus conflictos territoriales, sus agravios históricos internos: una frágil unidad nacional, en suma. Empezando en Europa por la propia Francia, seguida de Reino Unido, Italia, Bélgica y tantos otros.

Que nadie se llame a engaño. Los que menos, los catalanes, sean o no independentistas. Cualquier reconocimiento internacional sólo podrá venir de algún país beligerante que busque con la independencia de Cataluña la atomización, por contagio, de la Europa que hoy conocemos. De algún entramado político que busque convertir a las viejas naciones europeas en un rosario interminable de estados-regiones, sujetos a su vez a nuevas escisiones, sin ninguna capacidad de organización supranacional viable, debilitadas económica y políticamente, y presas de la voracidad ajena.

Al día de hoy, ese apoyo externo y espurio no se ha producido. Y mejor que haya sido así. Sabemos muy bien en Europa lo que ha costado y lo que cuesta trastocar los mapas políticos. Lo que cuesta recomponer puzles cartográficos apelando a tiempos pasados, a derechos históricos o sentimientos nacionales casi siempre manipulados. No hay más que echar una mirada hacia atrás. Hacer un repaso de las guerras europeas. Desde la creación de los Estados modernos actuales hasta la Segunda Guerra Mundial, donde se configura la Europa en que vivimos.

Y sin apoyo externo, y sin base legal interna, no puede haber, no habrá referéndum. ¿Por qué se empeñan entonces los Puigdemont, Mas o Rovira, esa 'burguesía ilustrada catalana', en seguir poniéndole fecha y hora a esta entelequia? Sólo se me ocurren dos razones, aunque probablemente haya más. O estamos frente a unos suicidas que ante el abismo piden a gritos que alguien los pare por la fuerza; o ante unos locos que buscan el cuerpo a cuerpo con el Gobierno con la esperanza de que una intervención 'represiva', si es con sangre mejor, lave su imagen teñida de ineficacia, irresponsabilidad y corrupción. Descarté hace tiempo la opción que parecía más lógica: la de unos políticos osados que tensan la cuerda hasta el extremo para conseguir en una negociación despiadada mejores contrapartidas.

Tras días luminosos para el independentismo, empiezan a aparecer, dicen algunos, apoyados en encuestas, nubarrones negros en el procés. Se desinfla la burbuja secesionista, sin que sus inventores atinen a encontrar una salida. Para los más optimistas, incluso, el 1 de octubre será el día del canto del cisne. Su último gesto o actuación antes de la capitulación.

Demasiado optimismo para un problema enquistado en la visceralidad. No porque la comunidad internacional se niegue a apoyar un proceso condenado al fracaso, el 'problema catalán' dejará de existir. Tarde o temprano tendrá que venir alguna propuesta sobre la base de que cualquier solución duradera pasa por encontrar un encaje viable y justo de Cataluña en España. Algo que Rajoy, ya sea por su flema o por su interés partidista, no ha querido ver.

Mientras la cordura busca abrirse paso entre tanto desatino, reconforta al menos que un joven presidente extranjero disipe dudas existenciales dejando claro que sólo tendrá como interlocutor a «España en su conjunto», a España entera. Esa misma España que «desde Asturias a Gibraltar», «de Galicia a las Baleares», su compatriota Moustaki llevaba en el corazón de su guitarra. Lo demás son asuntos internos que sólo nos conciernen a nosotros.

Metidos en esta encrucijada, no estaría de más que unos y otros nos dejáramos de bravuconadas. Aquí sólo cabe negociar, dejando a un lado anticatalanismos y antiespañolismos recalcitrantes. Y pensando siempre en España en su conjunto.