Aquella cita célebre de Kevin Keegan («El asunto más difícil es encontrar algo para reemplazar al fútbol, porque no hay nada») es tan bonita e idílica que no resulta necesario matizar que es mentirosa, pero, ay, chico, qué alegría más tonta deja el fútbol. Eso también es la vida, suelo decir a menudo. Cómo no va a formar parte de la vida si en Cardiff los madridistas sufrieron -un poquito-, saltaron, disfrutaron y se proclamaron campeones por duodécima vez. Y cómo no lo van a querer si otra vez reina en Europa.

El madridismo desea tanto este trofeo precisamente porque ningún hincha siente como el madridista cada derrota europea, cada temporada sin la orejona en casa. Porque el éxtasis de la victoria lleva tatuado cada año en que el título no fue suyo. Una exigencia desmedida e irreal, pues en el fútbol se pierde más que se gana incluso compitiendo de blanco, pero los madridistas han convertido ese sentimiento en su patrimonio. Es imposible olvidar que varias generaciones de madridistas lamentaron 32 años de amargas noches en la Copa de Europa y otros soportaron -soportamos- doce inviernos que pesaron como losas hasta que la Décima exorcizó.

La Duodécima, en cambio, irrumpió tan rápida como la Undécima -tan seguidas que apenas dio tiempo a pedirlas-, en una final menos sufrida, pero inmaculada, inapelable y rubricada con el sello de Zidane. La alegría es blanca. Cómo no vamos a disfrutar de esto.