Me enamoran los cantos rodados de tanta espuma y sal batida en sus superficies; he hecho pintar piedras a Manolo Avellaneda, a José María Párraga, a Andrés Conejo; con Gómez Cano las recogíamos y luego las incorporaba a bodegones con cerámicas populares; la última vez que vi en Altea al maestro Benjamín Palencia no me miraba a los ojos, los suyos no los apartaba de piedras que pintaba según las formas que le sugerían. El genial manchego escribía muy bien, prosa cercana a la poesía; ocurre en los mejores plásticos que llegan más allá del color y se instalan en la palabra, la gran enemiga del arte, por otra parte.

Hago mío el texto que el maestro escribió cuando la Escuela de Vallecas, en 1931. Me identifico plenamente. Descubrí este manifiesto en Bilbao, cuando fui a ver a mi amigo Juan Elúa, de la Galería Arteta (el coleccionista de Vivancos) que organizaba una exposición de Palencia, en 1972.

Nadie ni nada queda. Benjamín Palencia decoraba piedras en su estudio de Altea o en su rincón del Bodegón de Pepe, enfrente. Pepe Hortelano, que así se llamaba el dueño, se aficionó también a dejar su impronta en las piedras de la playa. Pintaba y domesticaba gaviotas, ave rebelde donde las haya.

Me gustaba la elegancia personal de Benjamín Palencia y su razonamiento ante el arte y la naturaleza. «Piedras azules como las noches, blancas como los días, bermejas como los cerros, verdes como los caminos en primavera, grises como lejanías, negras como toros, pintadas como el cuclillo, terrosas como perdices, pardas como barbechos; oxidadas, cárdenas, sonoras como arpas, graves como violonchelos, cristalinas como el agua y el diamante, nevadas como las cumbres, claras como lagunas, tostadas como el pan, bellas como el fuego; picudas, redondas, triangulares, elípticas, alargadas, cuadradas como arcos. Astrales, oceánicas y terrenales€ El cielo se hace más verdadero y la tierra más tangible en el silencio de vuestra progresiva eternidad», escribe Palencia.

Mi universo feliz, interior, cada vez es más un círculo cerrado a quien me proporciona el placer del verso o la pincelada inaudita. Me acompaña una nómina cada vez más reducida pero más brillante, más resplandeciente en la universalidad de cada uno de ellos. A mis imprescindibles y sus obras no las cambio por nada ni por nadie, ni tan siquiera por placeres fugaces e intensos. Son los años, es la madurez, es la íntima reflexión de encontrarse consigo mismo, de descubrirse en el espejo con los ojos todavía vivos; no se sabe, siquiera, por cuanto tiempo. Es un vibrante ardor el que me consuela y participa conmigo en cada paisaje del alma recordado.