Juan, un humilde repartidor de correo comercial, lee el diario café en mano en su tiempo de descanso de una jornada agotadora e interminable. Las noticias sobre el caso de corrupción del Canal Isabel II han copado las portadas del mes de abril. La detención de Ignacio González y las procaces grabaciones sumen a Juan entre el asco y la indolencia. Juan ya no espera nada. Hace tiempo que se resignó a no esperar nada. Ya ni se indigna porque la cascada de 'casos aislados' es tan grande que ha perdido la cuenta. Vivir indignado, al fin y al cabo, requiere de energía. La poca que le queda necesita enfocarla más que nunca para sobrevivir a una historia con sabor a derrota.

Desde el caso Bárcenas, el ex tesorero del partido gobernante, el Partido Popular, con sus cuentas millonarias en Suiza, el elenco de casos de sobres nutridos de dinero negro, cruce de chantajes, escuchas y acusaciones, la Gürtel, la Púnica, el caso Nóos, EREs de Andalucía y un largo sinfín hasta llegar al caso Lezo sólo le evocaban aquellos guiones retorcidos de película sobre mafias. Cada nuevo 'caso aislado' del mes, le sume más en el hartazgo para ir abriéndose a la indolencia anestésica. Pura supervivencia. En su día, tras el clamoroso ridículo de jugar en la Champion League de Zapatero, había creído de forma cándida que esos políticos podían, tal como habían prometido, sacar a España de la crisis y devolverla a época de vacas gordas. Incluso, se habían erigido como ejemplo de disciplina presupuestaria y de rigor llegando a evocar, cual fetiche, la seriedad del que había sido ministro de Economía, Rodrigo Rato. Ni más ni menos, ¡Rodrigo Rato! cuya careta de gran gestor se había desdibujado para mostrar su verdadera faz de Ali Babá.

Mientras los de la vieja y de la nueva política habían mirado a otro lado, sólo un pequeño partido, UPyD, había posibilitado desenmascarar a tanto farsante. Su premio democrático por tal osadía: dejar de estar en las instituciones. Así somos. Al fin y al cabo, la ingratitud de la sociedad española es un actor más en todo un escenario cartón piedra. «Sólo piensan en su bolsillo, desde siempre», dice para sus adentros? mira su reloj. Debe continuar con su trabajo. Paga su café y se encamina meditabundo hacia el próximo punto de reparto.

Mientras observa el carrito que debe arrastrar, recuerda cómo ha llegado a su situación actual. En sus auriculares que le alivian la jornada, la voz quebrada de Sabina entona ¿Quién me ha robado el mes de abril?.

Era estudiante de instituto cuando, un verano con un par de asignaturas suspendidas para septiembre, le convencieron para ganar unos euros echando una mano en la construcción. Era la época del boom inmobiliario en España. En agosto, entraba en plantilla. Estaba cobrando más que su padre, un honrado conserje de un pequeño colegio que no acababa de entender las decisiones de su hijo. Juan veía una forma de ganarse la vida. La construcción le estaba dando una oportunidad que ni su padre había soñado. ¿Iba a ser cierto eso de que ya no era necesario nacer rico para disfrutar de cierto nivel de vida? En septiembre, ni se presentó a los exámenes. Aunque había prometido no dejar los estudios, el ritmo de construcción le demandaba cada vez más horas. En noviembre, había resuelto abandonarlos. Las expectativas eran tan buenas que se hipotecó para comprar una casa y, de paso, un buen coche. Como los precios subían un 17% anual, pagar un 5% de intereses era una ganga. No hipotecarse para comprar la vivienda era absurdo. Si no lo hacía ese año, en el siguiente le iba a costar un 17% más. Además, el director de la Caja (¡todo un director de una prestigiosa entidad financiera!), le afirmaba que el precio de las viviendas no iba a bajar jamás: «Juan, una casa es algo seguro, nunca pierdes; además, cuando decidas venderla te quitas la hipoteca y encima ganas pasta», le aseguraba con vehemencia cada vez que le mostraba algún temor. « ?lo guardaba en un cajón?donde guardo el corazón», se desgañita Sabina.

Al cabo de dos años, se casaba con su novia. A los 24 años tenía una familia con tres hijos, vivía feliz con toda una vida por delante. Pero su sueño comenzó a truncarse cuando las obras se fueron frenando sin entender muy bien por qué. Había oído hablar desde hacía tiempo que había una burbuja y que cuando estallara todo se vendría abajo como un castillo de naipes pero no se lo acababa de creer. Un mes dejaron de pagarle en un par de obras. El siguiente, otra obra se había parado y las vallas cerradas anunciaban el cierre de la constructora. Poco a poco, fue perdiendo su trabajo. Sus ingresos cayeron pero sus deudas no. Las chapuzas que podía hacer al cabo del mes no le llegaban para nada. Lo poco ahorrado se agotó el cuarto mes de estar en paro. El nuevo director de la Caja le había requerido en un par de ocasiones que regularizase su situación. ¿Regularizar? ¿Será posible? A principios del 2012, le acabaron por embargar la vivienda. Como el precio de su vivienda había sido tasado, ¡ojo! por la tasadora de la Caja, un 40% por debajo del precio de adquisición, no era suficiente como garantía hipotecaria. No sólo se quedaba sin casa sino también con una deuda que no sabía cómo pagar. Él, su mujer y sus tres pequeños tuvieron que mudarse a casa de su padre, el conserje que con tristeza veía cómo le recortaban el sueldo por el bien de la recuperación económica.

Juan no paraba de buscar trabajo. Le sonaba a broma de mal gusto noticias como que el Gobierno denunciaba a los parados por no buscar trabajo de forma más intensa y les recortaba la prestación por desempleo como incentivo. En época de auge había cobrado en negro, las constructoras no pagaban de otra manera. Así que Juan había cotizado muy poco. Su prestación siendo mínima había pasado a estar recortada por su propio bien, según un Gobierno que estaría bajo sospecha de sobres y sobresueldos millonarios. Su mayor incentivo para buscar empleo era la preocupación por sus hijos. Sufrió la barrera por su baja formación y desempeñó cuantos cursillos del Servicio de Empleo Público pudo, pero nada culminaba en contratación. Llegó a sentirse estafado y atónito cuando los impuestos que pagaba sirvieron para rescatar al sistema bancario que le había embargado la casa en la que sus hijos habían gateado. En dos ocasiones había llegado a pensar en la funesta idea de quitarse de en medio como tantos otros ante notificaciones de ejecución de desahucio. El rostro de sus hijos siempre le retornaba a la lucha por la vida. Un día, por pura casualidad, supo de una empresa de reparto de publicidad que necesitaba gente a tiempo parcial, aunque al final acababa echando la jornada entera. Era lo que había. Era mejor ganar poco, un sueldo miserable, que nada. Cada noche que vuelve a casa de su padre, besa con lágrimas a sus hijos dormidos y acurrucados en el mismo colchón pensando qué futuro les espera. Juan, quien ha vivido por encima de sus posibilidades, mantra que el Gobierno repitió hasta la saciedad para repartir culpas entre la población ( «¿Cómo pudo sucederme a mí??») va acabando la canción en sus auriculares.

Ante el relato de la realidad de Juan, caben las preguntas de si tomó decisiones racionales en el ámbito de lo económico y de si la responsabilidad de su situación es enteramente suya. En primer lugar, cuando el mercado señalizaba una alta retribución para la mano de obra poco cualificada, tomó una decisión racional. El coste de oportunidad del tiempo de formación era demasiado alto, lo racional era sustituirlo y, por lo tanto, trabajar en la construcción. En segundo lugar, aunque se cuestiona la racionalidad a largo plazo de las burbujas especulativas, lo cierto es que el juego de expectativas es tal que no participar en ellas se constituye como lo no racional económicamente. Este fenómeno es el que permite que las burbujas se generen y tengan cierta duración en el tiempo. Cuando un activo tiene una rentabilidad esperada por encima del mercado simplemente es racional comprarlo para venderlo en un futuro. En consecuencia, parece que la actuación de Juan no se puede juzgar de irracional desde el punto de vista económico. ¿Y la responsabilidad?

Cuando noticias como las de Ignacio González y su partido copan las portadas, la reflexión social suele quedarse en el limbo de los millones de euros que se han manejado. Pero esquiva ahondar en la responsabilidad. Casi, desde la misma mirada de disculpa de Juan, se suele observar desde el «yo habría hecho lo mismo».

La cuestión principal es más profunda. Si bien, en un principio, los mercados competitivos retribuyen a los factores de producción en virtud de su productividad, cuando los mercados no funcionan bajo condiciones perfectas puede suceder que un individuo obtenga una retribución superior a su productividad siempre que exista otro que perciba una retribución inferior a su propia productividad. Es decir que la cantidad ingente de millones que ha lucrado a corruptos, personajes de productividad cercana a cero e incluso negativa, proviene de alguna forma de muchos trabajadores, que cumplen con su tarea, con mayor productividad y que, incluso, se han tenido que endeudar. Aunque la línea de responsabilidad directa se desdibuja, porque el mercado ofrece un grueso telón de anonimato, no quiere decir que ésta no exista.

Cuando un constructor pedía financiación para una obra, las entidades financieras le otorgaban créditos por encima de lo que solicitaba bajo el beneplácito de un Consejo de Administración politizado. De esa manera, los precios de las viviendas subían y las hipotecas a subrogar eran de mayor cuantía. Las Cajas mantenían cargos políticos en sus Consejos y los partidos de la vieja y la neovieja política se dejan querer rápidamente. Los políticos protegieron a lo financiero y lo financiero a los políticos. Las indemnizaciones millonarias de los consejeros cesados llegaron a ser escandalosas. Por otra parte, grandes empresas y constructoras, ha ido aportando comisiones y donaciones a cambio de favores en la adjudicación de obra pública tal y como se van destapando en los casos actuales. Claro está que el dinero aportado se recuperaría posteriormente de las arcas del Estado en el presupuesto de la obra. Una forma de desviar dinero del erario público a manos privadas. Dinero de los impuestos de cada contribuyente. Al final, pobres de a pie creyéndose ricos se han endeudado tanto en deuda pública como privada para que ricos de grandes oligarquías se enriquecieran más.

Es por esto que deberíamos hacer referencia más allá de la cuantía monetaria en los casos de corrupción. Desde aquellos 47 millones de euros de las cuentas de Bárcenas a los 23,3 millones desviados por Ignacio González a paraísos fiscales con la operación Lezo, tengamos presente que la Comisión Nacional de Mercados y Competencia tasó el coste de la corrupción como sobrecoste en obra pública en cerca de 48.000 millones anuales. Más allá de las cifras, es necesario traducir ese dinero en su dimensión social: cuántas personas están endeudadas de por vida para que ciertos personajes hayan vivido por encima de sus posibilidades; cuántos desahucios se han ejecutados para que haya tanto dinero drenado de las arcas públicas y desviado a paraísos fiscales; cuántas personas se suicidaron ante la falta de esperanza en esta crisis para que otros naveguen en la opulencia; cuántos puestos de trabajo destruidos porque la financiación no ha llegado a las empresas porque se prefería especular mientras el sistema financiero jugaba al tú la llevas con los activos tóxicos.

Si no somos conscientes de la responsabilidad más allá del anonimato del mercado, sólo podremos observar la penuria social como desgracias aleatorias o consecuencias de actuaciones individuales. A lo sumo, nos debatiremos entre el hartazgo, la indolencia y la envidia de nuestro buen Juan y nos quedaremos a las puertas de exigir en justicia la responsabilidad de tanta iniquidad. Mientras tanto, resonará en nuestros oídos la voz rota de Sabina entonando lánguidamente ¿Quién me ha robado el mes de abril?

Artículo publicado anteriormente en elasterisco.es.