Yo sé muy poco de la vida, pero sé, o al menos intuyo, una cosa. Y es que, cuando dos personas forjan una confianza máxima, de las de verdad, ésta permanece siempre. Como un bloque. Aunque lleve años sin usarse. Es la misma confianza que me hace saber que mi mejor amiga sigue siendo mi mejor amiga, aunque lleve siglos sin poder tomarme un café con ella (Nieves, te amo). Es la misma confianza que hace que mi colega Antonio y yo quedemos para cenar después de seis años sin vernos y no nos pidamos cuentas de por qué llevábamos seis años sin vernos. La que tiene Carmen Mª (guapa, pijo) al descolgar el teléfono después de... ¿cuánto tiempo, bombón? Se da por hecho que un vínculo así se alcanza tras muchos lustros de batallitas compartidas. Pero algunas veces, algunas extrañas veces, se alinean los planetas (supongo que siempre es culpa de los planetas) y nace una confianza premium, una confianza de lujo, una magna confianza de esas que te dejan loca, de poderosa que es, aunque no tenga ni un año de vida. Que es más que una confianza: es una certeza. Y te quita las tonterías de un plumazo, y noquea a las neurosis, y te hace ser más tú y mejor persona todavía, que mira que es difícil. Porque quién no desea dejar de ser una de esas humanas insoportables y egocéntricas que exige explicaciones en vez de dar abrazos. Eso: que ser bendecido con una confianza de tal calibre es una de esas cosas raras y fantásticas, como lo del rayo verde en el horizonte al ponerse el Sol. Que menos que dar las gracias a los dioses.