Me doy cuenta de que me estoy haciendo viejo porque ya empieza a tirar de mí el pasado» Leía no hace mucho en la correspondencia de Flaubert a George Sand. La cita epistolar viene a cuento, ya que el otro día, y sin apenas percatarme, me cayeron encima los sesenta y cinco almanaques vividos; así, de golpe y porrazo. Número mágico que convierte a la vida en un antes y en un después incierto que estrecha el horizonte del futuro, ayer abierto y hoy envuelto en miope nebulosa que impide ver cuatro pasos más allá de lo presente. Uno, recién iniciado en lo que se ha dado en llamar la Edad de Oro, es consciente de que apenas queda tiempo para vivir; como mucho hacer viable algún proyecto a corto plazo, pues no nos va quedando sino el propio pasado.

La juventud es un mal en disminución y franca mejoría; en tanto la vejez es una enfermedad que se agrava. La juventud bebe el elixir de la firmeza, la alegría y elevadas dosis de esperanza, algo que en absoluto está vedado a la senectud, siempre que esta sepa mantener joven el espíritu pese a las perspectivas nada halagüeñas que deparan los años. Inmejorable terapia para ello es el resucitar viejos recuerdos, en especial aquellos previos a la adolescencia, cuando la piel era tersa y lozana y las piernas nos mantenían en continuos movimientos de saltos y carreras. Es en los últimos años de la infancia, a tiro de la pubertad, cuando asistimos al que fue, para la mayoría, el día más feliz de nuestras vidas: el de la Primera Comunión; ése día que se conserva como oro en paño en el arca del alma, recuerdo guardado celosamente y que recordamos año tras año. Un día dulcificado por los cantos marianos y el blanco de las azucenas, que nos devuelve, como en un viaje en el tiempo, a encontrarnos con nosotros mismos y con todos aquellos rostros queridos que de forma inevitable se fueron para siempre.

"Confecciones Pedreño" frente al universitario claustro de La Merced, mantenía viva la ilusión del futuro comulgante al exponer en sus escaparates, y durante todo el año, sus modelos de Primera Comunión más exclusivos para el niño y la niña. Trajes de marinero; uniformes blancos con cordones dorados y doble botonadura en cuyo pectoral campeaba la cruz de Santiago o la del Santo Sepulcro en color rojo vivo, puntillas, chorreras y todo tipo de adornos: entorchados, hombreras, lepantos con los nombres de famosos navíos que evocaban gestas heroicas en la mar océana. Ya carlanco, solía detenerme a observar las últimas tendencias y la evolución de aquellos trajes blancos con reminiscencias místico-militares que desde los días previos a mi comunión admiré. Al igual que nunca pude evitar sentirme protagonista de aquella magnífica película de mucho llorar ambientada en un pueblo de la España mísera de finales de los cincuenta, "Un traje blanco", que dirigiera magistralmente Rafael Gil, y que interpretó el niño Miguelito Gil, remedo del exitoso Pablito Calvo, con compañeros de reparto tan significados como Pepe Isbert, Julita Martínez, Matilde Muñoz Sampedro, e incluso al fundador de Galerías Preciados, Pepín Fernández, en la que se narran las peripecias de Marcos, un niño que no quiere ser menos que su amigo Polonio, que ha sido el primer chiquillo del pueblo en hacer la Primera Comunión con un traje blanco. Marcos promete a su madre en el lecho de muerte que no tomará la Primera Comunión si no es con un traje tan bonito como el de Polonio, y así lo hace. Tras tratar de robar un traje de marinero al enano de un circo que visita el pueblo, no cejará en su empeño por conseguir tan ansiado traje, llegando a recoger escoria de una mina. Un trágico desprendimiento deja manco de un brazo al voluntarioso niño, hecho que conmueve a todo el país, pero que sirve para que Marcos reciba su Primera Comunión de manos del señor obispo en una ceremonia celebrada por todo lo alto. Buena medicina para los de mi quinta el deleitarse con viejas historias, en el cine o en la literatura. En definitiva, no hay nada nuevo bajo el sol; todo es uno y lo mismo aunque cambien las formas.