La semana pasada comenzó con un debate organizado por los diarios El Mundo y Expansión. Era el lunes a las 9 de la mañana y lo dirigía Lucía Méndez, con esa sobriedad zamorana tan directa y eficaz. Entre el público, muchas corbatas y la primera la del ministro Íñigo Méndez de Vigo. Tiene oficio y se nota que lo ha desempeñado en Bruselas. No puede hacer tres frases sin hablar en francés. Se siente feliz de su buena educación. Citó a Ortega y a no sé cuántos más, y por supuesto leyó el pasaje cursi en el que el filósofo lanza su oración al cielo estrellado para que le comunique qué es España. Luego, satisfecho con la perorata, se marchó de allí, y así se evitó tener que escuchar algunas verdades molestas. De haberse quedado, las habría oído. Yo sabía que tenía que ajustar mi lenguaje al público presente y lo hice para decir que España tiene estructuras competitivas en muchas facetas de la vida social, pero que estaba dirigida por la clase política menos competitiva que se recuerda.

Esa contradicción es insufrible. Los defensores políticos del liberalismo no quieren ni oír hablar de competencia política y por eso la emergencia de Podemos les había puestos nerviosos. Su sobreactuación es proporcional a la comodidad en que vivieron los últimos años. Podemos había animado la competencia política. Ningún liberal debería quejarse de eso. No sé muy bien si me tomaron en serio o en broma. Pero vi que mientras hablaba bastantes cabezas asentían. Es verdad. Nuestra clase política tradicional levanta desprecio por doquier, incluso entre aquellos cuyos intereses supuestamente defienden. También a ellos les gustaría que sus defensores se comportaran de otra manera. Ese es el mejor síntoma de que no son nuestros representantes, sino nuestros dominadores. Pesan sobre nosotros como una losa, no con el yugo ligero de los servidores públicos.

Nada más acabar, marché hacia la Complutense para participar en un debate con Guido Capelli sobre su libro Maiestas, dedicado al pensamiento político de la dinastía que Alfonso el Magnánimo fundó en Nápoles, y que ofrecía una alternativa radical al pensamiento florentino de Maquiavelo. Fue una producción impresionante, desde Valla a Pontano, y aspiraba a legitimar una dinastía sin otras bases de poder que la virtud que pudiera desplegar y la estructura de Estado que pudiera construir. Los hijos y nietos del Magnánimo no creyeron tanto como Maquiavelo en el poder de las armas ni en la fortaleza concentrada de un príncipe sin relación necesaria con la virtud. Creyeron sobre todo en la virtud desplegada a través de los estamentos del reino, en un organismo social bien constituido.

Nada hay que despierte más simpatías en un valenciano que un napolitano amante de los tiempos de la Corona de Aragón. Capelli lo es, y por su trayectoria podría compararse con aquellos personajes que compartieron el mismo intenso interés por la patria propia y por las cosas hispanas. Es fácil simpatizar con su genio agudo e incisivo. Así que por la tarde del lunes nos fuimos juntos a la sede central de la Complutense, en Noviciado, donde se inauguraba el Foro Res Publica. Esta es una iniciativa más bien descentrada y abierta, propia de una diversidad de profesores madrileños interesados por la cosa pública. Entre los asistentes, universitarios de todos los escalones y condiciones. Desde alumnos hasta doctorandos, desde estudiantes ya egresados hasta profesores jóvenes, medianos, viejos y eméritos. Nada partidista, pero bastante partisano. Esta distinción no siempre está clara, pero lo decisivo es que se trata de gente de la sociedad civil que quiere pensar hacia dónde vamos. No somos clandestinos, desde luego, pero sí ejercemos la resistencia. No por supuesto contra un ejército invasor ni contra la autoridad ilegítima (aunque las dos cosas tienen los mismos efectos). Resistimos contra la estupidez que crece en cada uno de nosotros tan pronto nos descuidamos. Y de eso se trata. De no descuidarnos. En esto también nos parecemos a los partisanos. Estamos alerta porque ese enemigo, la estupidez, nos rodea por todas partes.

Esa primera tarde, se trataba de estar alerta a las recientes elecciones francesas, que tan solo un día antes le habían dado el poder a Emmanuel Macron. Y allí nos vimos de nuevo con Lucía Méndez, que hizo doblete conmigo ofreciéndonos observaciones jugosas sobre los parecidos y diferencias de la situación francesa y la española. Participaba Nuria Sánchez Madrid, una de las personas más valiosas de esa generación de la Filosofía española que está en torno a los cuarenta. Y moderaba Clara Ramas, una recién doctora que llevó los tiempos con rigor y energía. ¿Tiene una verdad Macron o es puramente impostura? ¿Cuál debía ser la posición progresista respecto a Macron? ¿Qué razones tenemos para alegrarnos de su victoria sobre Marine Le Pen? ¿Cómo identificar la señales de que avanzamos hacia un demos europeo? ¿Podrá Macron asumir este objetivo de la política europea? ¿Cómo lograr esa mínima homogeneidad que se necesita para construir un demos? ¿Cómo comprender mejor el norte desde el sur y viceversa? ¿Cómo llegar a sentirnos como una comunidad existencial, si no estamos en condiciones de comprender y compartir nuestras preocupaciones y angustias más profundas? ¿Acaso creemos que el rico norte no tiene ansiedades y miedos?

Después de nuestras intervenciones un asistente muy especial tomó la palabra. Se atuvo a los dos minutos que debían tener todas las intervenciones. Pero fueron dos minutos importantes. Les invito a que lo vean en la red. Íñigo Errejón, que se había dejado caer por allí, nos ofreció una reflexión clara sobre las condiciones mínimas de esa comunidad existencial. Una, que lleguemos a sentirla como una realidad que nos trasciende y nos da seguridad en un futuro cada vez más azaroso. Dos, que se implique en una condición material fundamental: la eliminación de la pobreza. Una comunidad pacífica virtuosa, quizá como esa que soñaron los escritores del Magnánimo.

Lo dijo Lucía Méndez. Es raro ver a un político al otro lado de la mesa, de público, mientras una periodista ofrece sus reflexiones. Pero Errejón es un político especial cuyo ejemplo debería cundir. Unos se pasan la vida diciendo que quieran tener un pie en las instituciones y otro en la calle. Pero la calle es esto: los lugares donde se busca una verdad al aire libre de la igualdad de los participantes. Un ejemplo fue la Feria del Libro de Valladolid, donde fuimos invitados José Luis Pardo y yo, que luego volveríamos a intervenir juntos en el mítico teatro Zorrilla. Fue éste un acto teatral, con los focos sobre nosotros, sin poder ver al público que se ocultaba en la oscuridad y en el silencio. Que dos centenares de personas desafiaran la fuerte lluvia que caía sobre la plaza Mayor para escuchar a dos filósofos, puede darnos una idea de que se va imponiendo algo: que la filosofía es una lucha preventiva contra esa desconexión con el mundo que tiene mil nombres, pero ninguno bueno.

Regresé a Valencia y participé en el Foro de Opinión que desde hace años dirige Alfredo Domínguez en Torrent, una de esas iniciativas que uno debe conocer si quiere saber lo que es la comarca de L'Horta y sus tipos humanos, atravesados por la cordialidad comunitaria y el interés sincero por la inteligencia de las cosas. Alrededor de unos 80 paisanos estuvimos debatiendo durante tres horas sobre las cuestiones relacionadas con el populismo, aunque no podíamos evitar hablar de la historia de Jaume I y de la política actual. Fue muy placentero poner cara a muchos lectores de Levante-EMV (periódico que, al igual que La Opinión, edita Editorial Prensa Ibérica) que siguen con cierta periodicidad esta página. Y fue todavía más grato verme reflejado en un viejo compañero de clase que, tras décadas, reencontraba ahora bajo la condición compartida de nuestro doble paisanaje, el de nuestra comarca andaluza de La Loma que nos vio nacer, y el que funda nuestro sentimiento de gratitud a esta bella tierra valenciana de adopción.