Emily Dickinson no salió mucho de casa. Contaba las estaciones por la llegada y la partida de los pájaros de su jardín. Contra el dolor (que lo sufrió, y mucho, por enfermedad o pérdidas) tenía las flores y los libros. Sin embargo, sin duda vivió intensamente, y no dejó de experimentar ninguna de las grandes pasiones que buscamos sin cesar en el mundo. Quizá vivió más que el más audaz aventurero. Observando a los pájaros echar la llave al nido para probar sus alas comprendió que sin conocer muy bien el rumbo, pero sabiendo que el destino es la primavera, volar es nuestra condición, «sin miga y sin techo, uno es su pedir: los pájaros que perdió».

Apenas publicó un puñado de poemas en vida, todos ellos además de forma anónima, pero en sus cajones guardaba miles. No los enseñaba a nadie. Solo algunos a sus amigos más íntimos. En sus cartas solía intercalar sus versos. La poesía era su forma de estar en el mundo y con ella se comunicaba con sus amigos, pero no necesitaba publicar sus poemas, como si al exponerlas fríamente en el exterior las palabras, arrancadas del contacto con las personas a las que iban dirigidas, perdieran su poder. No sé si explicó sus motivos. Lo importante es que su carácter secreto era para ella una condición de su poesía.

En este mundo tan transparente y agitado en que vivimos, la vida reservada de Dickinson es difícil de comprender, sobre todo porque no fue una imposición. Sus cartas parecen escritas al margen del mundo. Cuando se enamoró y su amor fue correspondido, se negó a la entrega total y rechazó la propuesta de matrimonio. Podemos preguntarnos si fue por cobardía. ¿Que temía perder o qué quería conservar? En una de sus cartas, tan sencillas y a la vez enigmáticas como sus poemas, dice: «El tiempo es corto y completo, como un traje que ha quedado pequeño». También escribe: «Los momentos que no hemos conocido son los más tiernos». Como sus pájaros, ella ya había viajado muy lejos y estaba de vuelta «sin casa, en casa». Ese era su lugar y desde allí quería vivir. Extranjera en su propio hogar, donde la extrañeza es más pura porque toca lo que nos pertenece. En su cielo, donde todo iba desapareciendo poco a poco, ella, sola, podía traspasar toda su realidad a sus poemas y conseguir que en ellos perdurara el dulce encanto de lo que está para siempre al lado de la inocencia.