Lo cuenta magistralmente Michael Lewis en La Gran Apuesta, su espléndido libro publicado en 2010 y adaptado al cine hace un par de años con el mismo título. Una estríper interroga a un experto financiero sobre el futuro de las hipotecas. «¿Tienes una casa hipotecada, cariño?», le pregunta por su parte el experto. «No tengo una, mi amor. Tengo cinco», le responde la estupendísima señora, mientras contonea su voluptuoso cuerpo ante el atónito financiero para no delatar ante sus jefes el objetivo tan escasamente erótico de la conversación.

Mucha gente piensa que el estallido de la burbuja inmobiliaria en España fue un fenómeno idéntico al estallido de la Gran Crisis norteamericana de las subprime. En realidad tienen muy poco que ver en esencia, aunque ambas estallaron al mismo tiempo por 'simpatía', ese curioso efecto que hace que dos explosivos técnicamente alejados estallen al mismo tiempo.

La Gran Crisis subprime, asomada a los mercados y minusvalorada inicialmente en los primeros meses de 2007 pero desencadenada con fuerza a partir del mes de mayo de 2007, fue antes que cualquier otra cosa una crisis de productos financieros altamente complejos y sofisticados, nacidos de la imaginación calenturienta de aventureros traders y de la desregulación total de este tipo de productos por parte de las autoridades económicas norteamericanas durante los años 80, con Reagan en la presidencia y Alan Greenspan al frente de la Reserva Federal desde 1987 y hasta 2006.

Es complicado establecer los vericuetos exactos por los que se llegó hasta esa situación explosiva, pero en resumen, todo se puede traducir en que un sistema financiero muy desregulado creó una serie de incentivos irresistibles (en forma de comisiones muy altas y bonus millonarios) para que todos los que intermediaban en las diferentes fases del proceso financiero (barra hipotecario ) ganaran cantidades obscenas de dinero. Es más, la codicia llegó al extremo de establecer derivados financieros complejos que no eran otra cosa que apuestas sobre apuestas. En la película se explica muy bien: alguien hace una apuesta con muchas opciones de ganar, y otros apuestan sobre si ese alguien ganará o perderá, y sucesivamente. Al final, el capital total implicado en las apuestas supone de hecho hasta veinte veces el montante de la apuesta original. El problema es que, si el primer apostante pierde, todo el sistema se derrumba sobre sí mismo, provocando una auténtica implosión financiera.

En la práctica, los agentes inmobiliarios financieros se peleaban por encontrar gente auténticamente insolvente a la que venderle una casa y gestionar su hipoteca. No es que se vendieran casas a personas que vivían de propinas, es que se buscaban deliberadamente pobres de solemnidad lo suficientemente optimistas como para embarcarse en la compra de una vivienda. El sistema, aunque parezca de locos, tenía una lógica implacable.

En primer lugar, al pobre de solemnidad pero muy optimista se le vendía la certeza de que, cuando empezara a tener que pagar una mensualidad alta que no pudiera asumir (las hipotecas tenían un tramo inicial en el que apenas se pagaba nada), siempre tendría la opción de vender la casa con un sustancial, por no decir brutal, beneficio. Tanto el agente inmobiliario como el banquero tenían aseguradas sus pingües comisiones, independientemente de lo que sucediera y más altas en función de la propia insolvencia del beneficiario, precisamente porque se le aplicaban intereses muy altos. El banco a su vez no se quedaba con las hipotecas basura porque las empaquetaba con otras de mejor calidad y las vendía en forma de bonos de alta rentabilidad y con la máxima calificación de riesgo a los inversores, normalmente a través de los asesores de inversión especializados de otros bancos. La connivencia entre bancos hipotecarios, asesores de inversión y agencias de calificación fue lo que armó definitivamente la bomba de las subprime.

Pero lo más grave no fue eso. La película cuenta la historia de enriquecimiento de algunos pocos visionarios que se dieron cuenta de que todo el esquema estaba absolutamente podrido y decidieron apostar fuerte por su caída. Esos fueron los que finalmente provocaron el derrumbe del sistema con sus compensaciones, a veces del doscientos por uno, por apostar por la previsible caída de un mercado que los banqueros y asesores descartaron hasta que se les vino encima. De ahí el nombre en inglés del libro y la película: The big short. Fueron los apostadores a la baja (lo que en Bolsa se llama 'tomadores de posiciones cortas'), y no los compradores, ni los propios prestamistas hipotecarios, ni los bonistas, los que provocaron al final el mayor cataclismo financiero que haya vivido el capitalismo en sus quinientos años de historia.

¿Y lo de la burbuja inmobiliaria española? Esa es otra historia que tiene, como ya he dicho, poco que ver con la crisis subprime y que necesitaría de mucho más espacio para ser contada. Tal vez otro día. O tal vez en otra crisis.