Todos los mayos eran una cruz y este año iba a ser doble, como la de Caravaca. Vivía en una ciudad con una gran parte de la población anclada en la religión a pesar de ser conocida como Puerto de Culturas. A la Semana Santa, cuyo capirote se prolongaba durante todos los días como en casi toda su Región, le sucedían las 'Cruces de mayo'. Conforme le robaban el mes de abril volvían a su cabeza los recuerdos de su estancia en el colegio religioso, en torno a su Primera Comunión.

Aún ama la música clásica, cuyos sones le llevaron a apuntarse por aquellas fechas a las clases de piano del padre Emilio. Recuerda como si fuera ayer su contacto con el enorme instrumento, cansado como estaba ya de completar su primer cuaderno de partituras. Acercó tembloroso sus manos a las teclas y comprobó que no se había equivocado, que las primeras notas de Noche de paz le parecieron un sonido celestial. No prestó importancia, ni las notó, que las manos de su profesor se posaran sobre las suyas para fijar su posición, corregir movimientos o sugerir ejercicios de relajación.

Tampoco desvió su mirada cuando, a la semana, Emilio comenzó a acariciarle la cabeza y los hombros. Tardó muy poco en comprobar que en aquella clase extraescolar no sólo tocaba él. Dudó en confesarles a sus padres el secreto, pero sabía que era inútil, que no sólo no habría castigo para el sacerdote sino que igual se lo infringían a él. Llevaría su penitencia a la tumba, pero no podía evitar rememorar por estas fechas aquellos días negros, máxime cuando su hijo se disponía hoy domingo a tomar la Comunión. Vestido de blanco, inmaculado, decidió que, como él y como sus padres, comulgaría. Eso sí, recomendó a su Pencho que si iba a formar un grupo musical con los amigos eligiera la batería que, al menos, pudiera desfogarse y, en último extremo, defenderse a cañonazos.

Ya tocan a misa. A Dios.