Con merecimiento o sin él, los etruscos han pasado a la historia con pésimo prestigio. No obstante, conviene ser prudente pues las fuentes romanas ( Virgilio y compañía) tenían cierta animadversión hacia quienes fueron sus antepasados y enemigos. Los etruscos eran considerados un pueblo hedonista, corrupto, cruel y lujurioso. En algunos sarcófagos aparecieron rostros sonrientes, con las comisuras en enigmática posición que ni la Gioconda del genio florentino ha podido igualar. Los versos de Vicenzo Cardelli lo expresaban bien: «Aquí sonrió el etrusco, un día, reclinado, con ojos a flor de tierra, contemplando la orilla del mar».

Sí. Lo sé. La sonrisa etrusca es también el título de un libro portentoso de una de las mentes más brillantes, valientes y lúcidas de las últimas décadas, José Luis Sampedro.

Pero no es de eso de lo que quería hablarles. Verán. A medida que se deshoja el almanaque conviene ir dando esquinazo a los berrinches. Pasan inadvertidos para los demás y restan salud a quien los sufre. Pero, más allá de las buenas intenciones, hay cosas que terminan por adueñarse de nuestro sosiego. Hay quien pesca, camina o toca el saxo para restablecer la paz perdida. Yo también tengo una terapia: la escritura y algo de imaginación. Son como un bálsamo, como una ruptura del tedio y la rutina; como un grito sordo pero liberador frente a tanto desafuero.

A estas alturas, deben saber que los delitos de cuello blanco me repugnan especialmente. Hay quien delinque por necesidad pero estos 'amigos de lo ajeno' con corbata roban por codicia, por una avaricia voraz. Son personas formadas, de buenos modales y envidiable posición. Podrían vivir holgadamente sin necesidad de esquilmar las arcas públicas pero se comprende; toca cambiar el barquito, amueblar el casita de Baqueira (que adquirieron con la última 'mordida') y pagar el exclusivo colegio de los niños. Ellos, en el fondo, muy en el fondo, se ven compelidos a cometer mil y una fechorías para mantener la vida que, por cuna, creen merecer. Pero estos malnacidos parecen olvidar que cada euro robado es un euro menos para la educación de nuestros hijos, para el cuidado de personas desvalidas, para la sanidad y, en suma, para las necesidades reales y urgentes de los ciudadanos decentes que viven de su trabajo o suspiran por él.

No han de extrañarnos las faraónicas y, por lo común, inútiles obras públicas. A mayor presupuesto, mayores comisiones. Aeropuertos sin aviones; autopistas de peaje sin coches... ¿Y? ¿Acaso les importa a quienes ya colmaron su alcancía o a quienes compran voluntades? Estos últimos nunca pierden. Si algo saliera mal, serán debidamente resarcidos. Hemos podido conocer cómo, ante inversiones ruinosas, el Estado ha satisfecho compensaciones espurias que solo pueden entenderse ante la existencia de compromisos inconfesables. Inocentemente, creía yo que el empresario asumía el riesgo y ventura. Eso queda para los pequeños y medianos empresarios, de los que todos se acuerdan en campaña y olvidan el resto de legislatura. Hay otros emprendedores, mejor relacionados, únicamente interesados en las ganancias. Las pérdidas, de haberlas, serán por cuenta del Estado. Y, mientras nuestra impotencia se torna en indignación, corruptor y corrupto, ridículamente ataviados, deben andar entre verdales, intentando hacer el par en el hoyo cuatro. Como si lo estuviera viendo.

A veces, la diosa de la Justicia recupera la ceguera y echa el lazo a estos 'tímidos laborales'. ¿Se han fijado ustedes en la sonrisa de estos mangantes mientras son llevados a presencia judicial? ¿De qué reirán? Jamás sabremos, con exactitud, por qué sonreían los etruscos. Igual es cierto que eran apasionados y bastante epicúreos y que con esa mueca pícara pretendían decirnos algo así como 'que nos quiten lo bailao'. La sonrisa de los corruptos tiene también un origen incierto. Mas puedo imaginarlo. Igual estos carteristas a granel se ríen de los guardias civiles que los custodian, o de los jueces que les han juzgado, de los periodistas que han revelado sus tropelías o del común de los ciudadanos. «He robado lo suficiente para vivir el resto de mis días como jamás vosotros podréis hacerlo. Disfrutad de vuestro momento de gloria pero yo reiré el último y mejor. Como adelanto, ved en mi rostro esta pequeña mueca de sorna». O algo así deben rumiar.

Nada podemos hacer para revertir la sonrisa etrusca. Si les soy sincero, tampoco me importa demasiado. Pero la de estos otros es cosa distinta. Pocas cosas hay más despreciables que robar al pueblo por cuya voluntad descansan sus posaderas en los escaños. Cuánto desearía ver en sus caras gravedad, seriedad y preocupación. Serían señales de que algo estamos haciendo bien. Porque, queridos amigos, una cosa es una sonrisa enigmática y otra, bien diferente, que se rían de todos nosotros.