Hay momentos en que, parafraseando a Camus, el reto no está en rehacer el mundo sino en impedir que éste se deshaga. Camus (1913-1960) y su generación vivieron los horrores de la Primera Guerra Mundial, el ascenso del fascismo y la Segunda Guerra Mundial. No estamos hoy en esa tesitura, afortunadamente, pero hay puntos concomitantes entre las dos épocas que deberían preocuparnos. Si antes fue el ascenso al poder por vías 'democráticas' de Hitler o Mussolini, hoy lo es de otros dirigentes no menos impresentables.

No se trata de mantener un orden político y social injusto por miedo a que pueda venir otro peor. No se trata de volverse conformista por temor a perder más de lo que se puede ganar. No se trata, no, de abogar por el conservadurismo, renunciando a las ideas de progreso y a las luchas sociales que son las que han traído nuestros derechos. Se trata más bien, eso sí, de impedir que por querer ganarlo todo se pueda todo perder. Que es lo que han pensado quienes sin comulgar con las ideas de Macron lo han votado en la segunda vuelta para evitar «una catástrofe absoluta». Aun a riesgo de traicionar sus conciencias.

Y es que cuando vemos a Trump, ese descabezado seguido por millones de desclasados, a punto de encarrilar su presidencia porque podrá, al fin, cumplir con una de sus principales promesas (quitarle a millones de pobres los pocos derechos sanitarios que Obama les había concedido), hay motivos para temer lo peor. Cuando vemos que el capitalismo salvaje campa a sus anchas y sigue impregnando ideológicamente nuestras sociedades con la tenacidad de una lluvia fina y persistente, fracturándonos colectivamente, ahondando las diferencias entre los cada vez más ricos y los cada vez más pobres, condenando a millones de jóvenes a la precariedad, hay motivos para la preocupación. Cuando vemos que la extrema derecha se va poco a poco normalizando, no sólo en el país vecino, sino en gran parte de Europa (del resto del mundo casi mejor no hablar), y se banaliza su bagaje de odio y xenofobia, ante la indiferencia, abstención o voto en blanco de millones de ciudadanos que se consideran antifascistas, hay motivos para la inquietud.

Suenan las alarmas, además, cuando constatamos que frente al auge del ultraliberalismo económico, la normalización de los movimientos identitarios, ultranacionalistas, de la extrema derecha, la izquierda está dejando de ser la alternativa que las clases trabajadoras necesitan. Naufraga la socialdemocracia y las fuerzas que surgen con vocación de sustituirla no acaban de constituirse, por su falta de transversalidad, en opciones reales de gobierno. La lucha descarnada entre ambos bandos irreconciliables está, por otra parte, servida. Todo pasa ahora por aniquilar al contrario o desangrarse en luchas intestinas, mientras cunde la desafección entre su potencial electorado. O, como en Francia, gran parte del movimiento obrero, en su desesperación, se echa en brazos de la extrema derecha.

No menos inquietante es lo que está ocurriendo en nuestro país. El PSOE se enfrenta a un congreso del que saldrá, sea cual sea el resultado, dividido. Más parecen estas primarias una guerra civil en que los bandos «se pasan a cuchillo» ( Patxi López dixit) que una confrontación democrática y participativa para elegir a un secretario general. Unidos Podemos, por su parte, se ha lanzado a una moción de censura, por 'motivos éticos', que, seamos sinceros, no pasa de ser una puesta en escena, por muy justificada que esté. Tantos motivos éticos había tras las elecciones como puede haber ahora, pero no parece que bastaran entonces para desalojar al PP y su estela de corrupción del poder.

Malos tiempos para la izquierda. En la región hace tiempo que está fuera de juego, en España se ha dejado robar la cartera por el PP, y en Europa se desdibuja ante el auge de los neofascismos. Y sin embargo, su existencia es más necesaria que nunca. La esencia transformadora y progresista que la define es más necesaria que nunca. Que esté constituida por dos movimientos históricos, una izquierda más reformista y gubernamental y otra más radical y combativa, debería ser un reflejo de su pluralidad, no de un cisma sin visos de reconciliación. Todo pasa por que ambas busquen sus puntos de encuentro, se abran a la sociedad y trabajen juntas.

Sería no sólo la mejor manera de impedir que este mundo, como temía Camus, se deshaga, sino también la mejor forma de contribuir a mejorarlo.