A la madre es la leyenda que podemos encontrar en un belvedere de Murcia anterior a la fiebre del ladrillo, un recoleto rincón en el que se erige un modesto busto de una mujer con un niño en sus brazos. Esa madre innominada constituye uno de los pocos arquetipos admirados en nuestro tiempo. Todas las sociedades tienen alguno. Para los griegos, era el héroe viajero, astuto, valiente, habilidoso. De entre todos los que lucharon en Troya, ni Aquiles de pies ligeros, ni Héctor de tremolante casco, sino Ulises, fecundo en ardides, fue quien mereció un nuevo relato homérico. El parsimonioso Marco Furio Camilo, vencedor de los galos, vuelto a la austeridad de sus quehaceres agrícolas, fue llamado el segundo fundador de Roma. El caballero andante, fiel a su señor aun cuando no lo mereciera, como el Cid, fue el prototipo medieval. Leonardo y Miguel Ángel pugnaron por ser el modelo de hombre renacentista. El Romanticismo admiró a Lord Byron y el fin de siglo al bohemio y perturbado Van Gogh, aunque en realidad soñara más con ser Gauguin. El cine lanzó a Gary Cooper como prototipo del ciudadano medio americano, del que no se apartaron demasiado ni John Wayne de puños de fierro, ni Paul Newman de opalina mirada. Pero si hay un modelo contemporáneo en el coincida todo el posmodernismo ese es la madre. Mujer abnegada, amantísima nutricia al que hasta la misma Universidad rinde culto en su lema alma mater.

¿Hay, pues, mayor contrasentido? Acusar de machista a una sociedad que ha asesinado a todos sus modelos tradicionales, prototipos de héroes masculinos, para rendirse ante los ojos melifluos, la caricia de unas manos y el tiempo detenido, no es más que una de las miles de contradicciones de nuestro tiempo. A caballo entre el patriarcado de enhiesta barba o la aventura barbilampiña y un nuevo matriarcado de dedicación monoparental, la figura de la madre se fija en el imaginario colectivo como referente fecundo y signo de los tiempos. Ya no hay héroes, sino heroínas cuyos nombres permanecen anónimos para que cualquiera pueda asignarlo a quien más se acomode a su propia biografía.

Empero, en la efervescente marea reivindicativa y feminista, allende las ambiciones sufragistas que claman por cuotas en todas las mesas públicas o privadas, el prototipo social al que se rinde culto no se aleja de la matrona romana. La sacrificada Cornelia, hija de Escipión el Africano y madre de los Gracos, muertos en la criminal contrarrevolución de los optimates. La hija del cónsul enviudó joven y rechazó a honrosos pretendientes para educar a sus hijos como jóvenes cultos y críticos, aristócratas de lujo para un pueblo depauperado que en tan grande veneración les tuvo que sus reformas agrícolas nunca fueron derogadas. Aurelia, madre de Julio César, hubo de enfrentarse, ya viuda, a la cólera del dictador Sila, para salvar a su hijo de las despiadadas proscripciones.

Hoy es la madre más modesta, la pietà de Buonarotti, la matrona gótica que sostiene a su hijo como un pequeño Dios. Si llamamos materna a nuestra lengua es por la sencilla razón de que, en el principio de la Historia, las madres a las que honramos el mayor de los tributos nos enseñaron a hablarla y a escribirla. Y con la lengua, nos enseñaron los pequeños secretos de la inteligencia, hablar cuando se ha de argumentar y a callar cuando el silencio es prudente, pero también cuando es más elocuente, a modular la expresión y a exigir si es preciso.

Pero una sociedad admira lo que pierde como el tesoro que tuvo entre sus manos y que dejó volar. La Hélade admiró a los héroes astutos cuando ya sólo tenía guerreros de fierro, escudo y lanza, mas los bronces oxidados. Roma y el viejo Catón admiraban a los austeros generales, capaces de volver al arado después de regresar de victoriosas campañas, cuando la codicia se adueñaba de los próceres de la patria. Estados Unidos admiraba al ciudadano medio cuando necesitaba movilizar un poderoso ejército para combatir en Europa y el Pacífico a un tiempo. ¿Admiramos nosotros un modelo de mujer que desaparece? Aquellas amas de casa de escasa formación, pero educadas en la abnegación, justo el ideal que rechaza el feminismo, que apuesta por una mujer competitiva con el hombre.

Entre mis compañeros cuento un número igual de mujeres que aprendieron conmigo a leer y escribir, la Historia de España, las derivadas y las integrales, o las cadencias de la prosa cervantina. Para ellos no es estigma tener a una mujer en estrados que rebata sus argumentos o que dirima los contenciosos. Como tampoco lo es cambiar a un bebé, poner lavadoras o planchar camisas. Y aunque aún quedan muchos aspectos en los que la igualdad no es plena, la educación y el tiempo terminarán por eliminar las actitudes indeseables. Mas en este punto resulta ingrato que cualquier discusión con una pareja suponga la sospecha de la violencia doméstica merced una ley discriminatoria que resulta ineficaz para su objetivo.

Las nuevas sociedades no se erigen con estructuras legales carentes de cimientos. No los hay mejores que una sociedad cultivada que no se desmorona con avatares infames, sino que se hace más fuerte. La costumbre es el mejor asiento de las leyes y la educación es su mejor terreno de cultivo, pues aunque un hombre culto pudiera llegar a ser un dictador genocida, un pueblo bien formado reduce sensiblemente el porcentaje de cafres que le siguen. Las alternativas son muy pocas: o educamos ciudadanos como Cornelia hizo con sus hijos, sin escatimar en recursos, o seguimos como hasta ahora, formando una claque dispuesta a aplaudir al primer candidato pelele o a votar al primer aspirante a tirano.