Solemos acordarnos de ella cuando nos falla. La culpamos de nuestros despistes y la maldecimos cuando, sin avisar, entra y arrasa con todo o nos devuelve recuerdos equívocos. Como escribió Ray Loriga -que la semana pasada estuvo en el ciclo de Escritores en su tinta- «la memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa». Sobre todo a esta velocidad tan frenética a la que conducimos nuestros días y nuestras vidas. Quiero pensar que empleamos las redes sociales como herramienta contra la desmemoria (y no por puro exhibicionismo) para mantener a salvo algunos de nuestros recuerdos. Sin embargo, los más valiosos no caben en el muro de Facebook. A menudo, ni siquiera la mejor lente los puede cazar en su plenitud, ni la canción más inspirada los consigue embotellar convenientemente. Y eso que haberlas, haylas. Así que no es raro que la desmemoria nos sorprenda, más aun por esa extraña cualidad de los recuerdos de mutar con el tiempo y que, incluso siendo compartidos, siempre los hace diferentes. Hay valientes que, cargados con el peso de toda una vida de recuerdos, pelean hasta el último momento por no perderlos a ellos junto con su identidad. Los que afortunadamente no libramos esa guerra deberíamos atesorarlos como se merecen. Los dulces y los amargos. Le debemos mucho a la memoria, más incluso a la colectiva, que nos libra de repetir errores fatales que llenan los libros de texto. Casualmente, a ésta le prestamos aún menos atención que a la propia y si no que se lo digan las asociaciones de Memoria Histórica, a las que tanto trabajo les queda por delante. Y así, mientras el tiempo pasa a contrarreloj para la memoria, hay quienes pelean por rescatar parte de nuestra identidad común, así como por recordar a los que ya no están pero nos trajeron hasta aquí, frente a otros que eligen voluntariamente la amnesia, más afines a esa otra frase de Loriga que dice que «es el recuerdo, no el olvido, el verdadero invento del demonio».