Benoît Hamon quería que «latiera el corazón de Francia» ( faire battre le coeur de la France) y ha acabado reventando el de su partido, el socialista. Y no será porque su programa no fuera bueno. Jean Luc Mélenchon, el líder de lo que los franceses llaman 'la izquierda de la izquierda', el tribuno del pueblo que reivindica raíces muleñas y lorquinas, ha conseguido un resultado histórico después de una espectacular campaña electoral, pero no ha logrado franquear el Rubicón que conduce a la segunda vuelta. En cuanto a Fillon, se han confirmado los pronósticos. El derechista perseguido por los sueldos ficticios de su mujer e hijos, acorralado por la Justicia, ha terminado consumando su fracaso anunciado.

Esto, por lo que respecta a los perdedores. Los ganadores, ya se sabe, son Macron y Le Pen. El hijo político de Hollande y la hija biológica del fundador del Frente Nacional, un ultraderechista xenófobo que hubiera dado cualquier cosa por ver a Francia transformada en un Cuarto Reich. Aunque, ganador, lo que se dice ganador, solo ha habido uno: Macron, que si una catástrofe no lo impide, será el próximo presidente de la República francesa. Borrados del mapa los dos partidos que han estructurado la vida política francesa de las últimas décadas, surge la figura de este político de 39 años, todavía joven y 'sobradamente preparado', brillante y audaz, con porte de yerno ideal, que tras crear no hace más de un año su movimiento político y ciudadano, En Marche!, ha sabido recoger los restos del naufragio socialista y gaullista. Algo parecido a lo que ha pretendido hacer aquí Rivera, con menor éxito.

Si algo bueno, y al mismo tiempo perverso, tiene el sistema electoral francés es que pone al elector ante la tesitura de elegir dos veces en quince días. Al contrario que en España, donde los pactos se llevan a cabo a posteriori y el elector, una vez depositado el voto, deja de ser dueño de su destino, otorgando a los partidos el poder de pactar o no en función de sus intereses, en Francia las mayorías se articulan antes de una segunda vuelta, cuando los ciudadanos todavía tienen algo que decir. De este modo, la bipolarización está servida y la segunda ronda se convierte en muchos casos en una pesadilla para los perdedores de la primera, que se ven obligados a elegir entre el mal menor.

El próximo 7 de mayo se enfrentarán en el país vecino dos Francias. La 'liberal social' (todo un oxímoron) de Macron, a la que se ha sumado el 75% de cargos institucionales del Partido Socialista, y la ultraderechista xenófoba y antieuropea, que aunque ha perdido votos con respecto a las regionales (unos cinco puntos) puede ver su base ampliamente aumentada en la segunda vuelta.

Quien no estará en esta batalla final de las presidenciales, pese al buen resultado de Mélenchon, será la izquierda. Me refiero a la izquierda más genuina y tradicional, porque para la derecha más rancia, Macron, que ha formado parte del Gobierno de Hollande, vendría a ser un socialista encubierto. No era éste, desde luego, el escenario soñado por la 'Francia insumisa', que acarició la posibilidad de disputarle el poder a la derecha.

Como en 2002, el 'pueblo de izquierdas' tendrá que votar por un candidato que no es el suyo si quiere impedir la llegada al poder del Frente Nacional. Demasiada carga, incluso un desgarro, para quienes ven en el neoliberalismo económico y el neofascismo lo peor de nuestros males. Pero cuando están en juego los valores republicanos, los derechos humanos más elementales incluso, ningún francés de izquierdas debería dudar, por muy dolorosa que sea la decisión. Aquí no cabe la abstención como no la cupo en 2002, cuando Mélenchon llamó a votar por Chirac para parar Le Pen padre. En ningún caso se debe escurrir la responsabilidad y dejar que sean los demás los que saquen las castañas del fuego. El voto a Macron, aunque sea con guantes, es la única opción posible.

Basta ya de esa 'locura autodestructiva' que se ha apoderado de gran parte de la izquierda. Si ha subido Mélenchon es porque ha bajado Hamon. Pero entre ambos no suman más de una cuarta parte del electorado. Y así es imposible conquistar los cielos. La lección que se desprende de esta primera vuelta es que sin unidad la izquierda está condenada a desempeñar un papel irrelevante en Francia. Una lección que no debería pasar desapercibida en nuestro país.

Quedan por disputar en junio, es verdad, las legislativas de las que saldrá la mayoría parlamentaria que sustente al Gobierno. Se la juega Macron y se la juegan todos. Especialmente la izquierda, que en esta tercera vuelta, tendrá que demostrar si quiere convertirse en una alternativa sólida para el cambio o prefiere quedarse como una fuerza ética residual.