Cualquiera que haya ido al cine últimamente puede haberse encontrado con la desagradable sorpresa con la que me topé el otro día: un grupo de espectadores estaban, literalmente, cenando en el cine. Hamburguesa, patatas fritas (con sus salsas, por supuesto) y unos aros de cebolla. Lo sé con detalle, no porque yo tuviera un interés personal, sino porque el olor de todos y cada uno de los componentes del menú rápido se plantaba delante de mis narices sin remedio. El olor y, claro está, el molesto ruido de las bolsas y cajas en las que todo iba envuelto consiguieron arruinarme los primeros veinte minutos de la película. Un gusto.

Tan concentrada e irritada estaba yo con el descubrimiento de que ahora en el cine uno casi puede llevarse el mantel y los cubiertos y cenar como en casa, que tardé en darme cuenta del otro gran problema de las salas de cine de los grandes centros comerciales: las patatas fritas, crujientes y con ese ruido tan característico cada vez que alguien se las echa a la boca. Por supuesto, metidas todas en bolsas, a cual de ellas más escandalosa.

A esas alturas de la película los olores de la cena con hamburguesa y los ruidos de las patatas fritas más crujientes del mercado ya me habían fastidiado dos momentos emotivos de la película. De esos en los que solo entras si hay silencio y te evades de la realidad. Vamos, el verdadero motivo por el que, pensaba yo, la gente va al cine, aunque parece que comer en la oscuridad es lo que más interesa a algunos.

Evidentemente, en esto de los banquetes en las butacas de cine hay estilos. Los hay prudentes, de los que esperan a que la banda sonora de la película suba el sonido en la sala para dar el mordisco a la patata o meterse los kikos en la boca. Se agradece, pero desde aquí les digo que siguen haciendo ruido y el resto del cine les escucha. Entre todos han conseguido que los comedores de palomitas sean los menos ruidosos del cine. Y ya es conseguir mucho, porque el cartón de las palomitas no está precisamente insonorizado.

He llegado a pensar en mis últimas visitas al cine que atraigo a los ruidosos porque, sin remedio, acabo siempre sentada junto a alguien que siente la necesidad de devorar alimentos mientras ve una película. Me persiguen y están acabando con mis ganas de disfrutar del cine en pantalla grande. Pensarán muchos de los lectores que la culpa es mía y que soy un poco tiquismiquis y muy exagerada. Pero les aseguro que no, las bandas sonoras de comida son un mal extendido y sé que no soy la única que las sufre.

¿No podría haber sesiones de cine sin comida? Si las hay de versión original o para mamás con niños pequeños, también podrían programar algunas para los que, simplemente, queremos ver la película. Sin más. Mientras esto no llega, tendremos que seguir conviviendo con los molestos ruidos en la sala de cine.

Soy consciente de que las empresas necesitan vender palomitas y refrescos para incrementar sus ingresos, así que, mientras no llegan mis ansiadas sesiones libres de ruidos, solo pediré un poco de contención a la hora de dejar entrar comida a las salas, que cada vez se parecen más a cines de verano, que me encantan, pero son otra cosa. Me temo que no tardaremos mucho en ver a alguien comer pipas en su butaca. Sería el colofón a las bandas sonoras desagradables. Como diría mi querida compañera Lola García, por nadie pase.