Es inevitable: en los finales, siempre golpea la memoria. Y para un servidor el primer recuerdo fue la imagen de una inmensa marea de manos blancas, valientes y hartas, que clamaban «basta ya». Uno aún tiene presente la agonía de las cuarenta y ocho horas del ultimátum, resuelta con la noticia de que aquel joven concejal vasco secuestrado había sido asesinado a sangre fría de dos tiros en la nuca. Surgieron entonces muchas preguntas para un niño y, todavía hoy, persiste la misma ausencia de respuestas para comprender aquel acto macabro y cobarde. Aquellas siglas, ETA, representaban la sinrazón. Uno no olvida tampoco que durante mucho tiempo, pese a que se superaron los años de plomo -la época más cruenta-, perduraba la sensación de que el fin del terrorismo etarra parecía imposible a pesar de los esfuerzos, como si quedáramos perpetuamente condenados a su próximo atentado. Pero se logró: este país consiguió derrotar a ETA y la banda, marginada y acorralada, anunciaba en 2011 el cese de su actividad. Ahora, llegado el ansiado momento en que se acerca su final, asoma el alivio por poner fin a una lacra, cuya extirpación costó sangre y sufrimiento, pero también la responsabilidad de no olvidar.