El domingo aproveché la mañana soleada antes de que volviera el invierno para coger la bici y visitar el Museo de Bellas Artes, como hago siempre que puedo porque me encanta ese lugar. Está tan silencioso y tranquilo que al traspasar el pórtico y entrar en el recodo entre los dos pabellones parece como si estuvieras en un mundo aparte. La chica del mostrador levanta un instante la mirada del libro, sonríe y vuelve a concentrarse en su lectura. La extrañeza que produce un museo sin apenas visitantes un domingo a la hora del aperitivo se mezcla con el placer de la contemplación de las obras en solitario. Eso ocurre siempre, pero esta vez fue un poco más especial.

Hay dos exposiciones maravillosas, pero tan diferentes entre sí que te transportan a mundos opuestos, aumentando así la sensación de extrañeza y placidez mezcladas. No sé si se ha buscado ese efecto a propósito, pero pasar de una a otra es como un viaje relámpago de la luz a la oscuridad en un contraste tan perturbador como el tiempo que está haciendo estos días.

En la primera se conmemora el centenario del nacimiento de Vicente Viudes. Apenas hay ocho o nueve pinturas suyas: un florero, un bodegón, una mujer leyendo en un salón y otra mujer que duerme la siesta en su mecedora en una sombreada terraza frente al mar€ Puede uno sentarse y escuchar la respiración de esa mujer y sentir la calidez de la luz filtrada por la buganvilla que cubre el porche. No se mueve ni una hoja, todo está limpio y el paisaje parece bañado por un aire transparente. Nunca había visto un bodegón tan artificial y que sin embargo revelara la verdad de una mirada serena sobre el mundo, como si fuera el fragmento de un sueño feliz.

Y en el pabellón Contraste, una selección de obras de Ramón Garza, donde la luz se vuelve árida y se enturbia para iluminar una búsqueda interior que a menudo termina en el vacío de un mundo desolado. Si hay un violín, aparece dislocado por la música que emerge de él; si hay una copa de Campari, parece haberse congelado como si ya nadie fuera a beberla. Me siento en una butaca para ver a distancia uno de los cuadros más grandes. Hay una sirena rodeada de peces en el fondo del mar. Está quieta y tiene los ojos abiertos, pero no puedo escucharla. Cuando me acerco observo que está hecha de madera.