Pasar la barrera psicológica de los cincuenta es, para unos, una tremenda tragedia, para otros, una visión distinta y mejor de las cosas. El medio siglo permite trascender la realidad y empezar a contemplar la Historia como un discurrir que parece llevarnos hacia alguna parte, aun cuando nos lleva hacia la nada. Porque hay muy pocas cosas inmutables, ni siquiera la idiocia que nos acompaña, pues la contemporánea siempre superará a la antigua.

Cuando éramos chavales, el animalismo era la condición de algunos cafres, capaces de comportarse de la manera más contraria a todo aquello que nos hace diferentes como especie. Hoy, mira tú, es una corriente en defensa de los animales con la pretensión de que cada vez se parezcan más al género que se caracterizó por distinguirse de aquellos. A estas alturas habrá quien ponga el grito en el cielo, cuando sólo hemos cambiado el sufijo y por una razón gramaticalmente sencilla. Hasta ahora, animalista era quien creía en que los seres vivos, especialmente los humanos, estaban dotados de ánima. No me digan que eso es el animismo, porque precisamente esa es la idea de los animalistas, que Dios nos ha creado libres e iguales a todos los seres vivos del reino animal, pero los animistas extieneden su teoría también a los vegetales y las cosas.

Para quien ha estudiado Derecho, reconocer derechos humanos a los animales es una contradicción, pero no nos detendremos en esto, pues también está admitido en una democracia que el Ejecutivo tenga capacidad legislativa extraordinaria mediante el llamado Decreto-Ley, en casos excepcionales de urgente necesidad.

Partiendo de las tesis animalistas, cualquier limitación de derechos de los animales podría considerarse una vulneración de sus derechos fundamentales y libertades públicas. Por eso es extraño que nadie proteste porque los perros vayan por la calle con correa y no puedan marcar su territorio donde buenamente consideren oportuno. Tampoco porque el perro esté veintidós horas al día encerrado entre cuatro paredes. Inaudito es que sólo salga dos o tres veces al día para hacer pis. Y siempre en presencia de sus amos, que además se otorgan unilateralmente la potestad de decidir si lo castran, a él, o si la esterilizan, a ella. Pero la correa€ las hay que son auténticos cilicios para que el perro sea más que obediente, sumiso. Deberían estar directamente prohibidas porque son una tortura incompatible con los derechos humanos que a los animales han de reconocerse. Recuerden las tesis que circulaban no hace mucho y que defendían la supresión de la caligrafía para los niños: la caligrafía normalizada atenta contra la libertad creativa del niño, que se manifiesta libre y personal cuando no se coarta con trazos prefigurados. Igual pasa con los animales y la correa es la manifestación más clara del esclavismo al que están sometidos. Y peor aún si es de esas correas extensibles. Es la prueba más evidente de que el animal está siendo coartado por la voluntad de su dueño. Amo, qué palabra más definitoria de la sumisión del animal, que parece volver a los tiempos del Dios bíblico que otorgó a Adán y Eva el dominio casi absoluto sobre la naturaleza del Jardín del Edén. Seguro que lo de la manzana fue mucho menos confesable: Adán y Eva se proponían convertir el Paraíso en un jardín francés, a la manera de Versalles, cuando se tropezaron con el árbol de la Ciencia. Justo donde tenía que ir una fuente. Así que antes de talarlo, decidieron probar los frutos. Si hubieran tenido un buen queso, no habría sido una manzana sola y el árbol se habría salvado, pues el maridaje manzana, queso y vino es, sencillamente, divino.

Pero todo se torció a partir de entonces. Nuestros primeros padres, expulsados del Paraíso por un iracundo dómine, no tuvieron más remedio que trazar un jardín inglés, a la manera de Hyde Park, de forma que el árbol de la Ciencia quedó olvidado para siempre, escondido en una rocalla frondosa en medio de la espesura, no se sabe de qué bosque que rodea el lago donde vive la Ondina que custodiaba la espada Excalibur.

Del mismo modo, nosotros quisimos copiar el jardín de la democracia francesa, nos dimos una Constitución y celebramos unas cuantas elecciones. Pero he aquí que dejamos en nuestra Carta Magna, escondido entre tantas rocallas de artículos, una especie de árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, aunque es más de este último que del primero. El fruto no prohibido de ese árbol es el Decreto-Ley, auténtico coladero que quiebra el principio de separación de poderes. Por si éstos no tuvieran bastantes atajos, el Decreto-Ley es un arma cargada en manos del ejecutivo, pues a través de él, puede dictar normas con rango de reglamento y fuerza de ley. Bien, me dirán los purista de la Carta Magna, que sólo se puede utilizar en circunstancias excepcionales, por razones de urgente necesidad, pero esta excepcionalidad se convirtió en cotidianidad en la última legislatura y ya todo cuela por ahí.

El ejemplo más claro es el de la regulación de la estiba portuaria. Si es urgente necesidad la que apremia después de más de los dos años que tuvo el Ejecutivo para proponer una ley de transposición de la directiva comunitaria, pues que venga Yahvé y lo vea. Ahora, con el tiempo cumplido más que sobradamente, cuando Europa nos amenaza con sanciones, nos corre la prisa. Por todo eso le digo, amable lector, que el perro del totalitarismo puede correr libre sin la correa de la división de poderes. Que legisle, que legisle el ejecutivo con el Decreto-Ley, así nuestra democracia no será nunca afrancesada, ni anglófila tampoco, sino simple y llanamente, bananera. Una prueba de libertad.