En un intento vano de que se me pase esta carga de desolación, de desconcierto, de malestar, estas ganas de vomitar que me invaden cada día con más fuerza a medida que veo crecer la mentira, la hipocresía, el cinismo, la insensibilidad o, en toda su crudeza, la crueldad, solo se me ocurre dirigir la mirada al firmamento.

Sé que, por mucho que me esfuerce, mis ojos no alcanzarán a ver los exoplanetas de cuya existencia hemos tenido noticia últimamente. Están demasiado lejos, a miles de años de distancia, pero yo miro, porque ese espacio que parece infinito me aporta una dosis de consuelo. Al menos, en él, la suciedad no es evidente. Tal vez en alguno de esos planetas tan lejanos exista vida inteligente; inteligente de verdad, no como la de aquí. Sería bonito poder exiliarse, mudarse a vivir allí, aunque, sin duda, es preferible que nos separe tanta distancia, incluso si ello nos priva de la posibilidad de soñar con una vida mejor. Es preferible porque nuestra especie es invasora y contaminante, destructiva, en definitiva, por lo que debe quedarse en este planeta nuestro hasta que lo haga reventar, pero, sobre todo, es preferible porque los primeros en llegar serían los que nunca deberían llegar a ninguna parte, los machos alfa del aparato destructivo, los que hacen de este mundo lo que es, un antro de miserias, violencias y corrupciones en distintos grados, desde lo que nos resulta soportable y se convierte en algo tan habitual que ni nos molesta, hasta lo insoportable.

¿Lo insoportable? ¿qué es lo que hoy nos resulta insoportable? ¿qué es lo que nos haría decir ¡Basta!?

La verdad es que no se me ocurre nada. Seguramente porque tendríamos que decir ¡Basta! a nosotros mismos.

Que la evolución de los modelos políticos nos haya permitido acceder a uno en el que tenemos la posibilidad de elegir a nuestros gobernantes mejora nuestra imagen y parece un logro en sí mismo. Sin embargo, cuando vemos lo que elegimos, nos encontramos con que el principio de legitimidad es puramente formal, porque lo que hace grande a la democracia es también su punto débil. La teoría de la soberanía del pueblo otorga a éste el derecho de elegir a cualquiera para que ejerza las tareas de gobierno y eso incluye a personajes corruptos, a individuos sin honor, a tipos estrafalarios y también a monstruos. No cabe duda de que tenemos sublimada a nuestra especie, por eso predicamos su inteligencia y confiamos en ella. Sin embargo, los resultados no parecen confirmar esta presunción.

Si me limito a nuestra región y al estricto presente, veo a la cabeza del ejecutivo a un político que, sin entrar en el tramposo debate sobre cuándo se debe dimitir, ha perdido su honorabilidad, sencillamente porque ha faltado a su palabra. ¿Es indiferente que un político falte a su palabra, es decir, que engañe a la ciudadanía? Parece que sí. Estamos acostumbrados y esto es lo más grave. La consecuencia lógica es que, consciente de que la ciudadanía se ha acostumbrado a respirar el tufo mafioso que se desprende del entramado entre el poder político, el capital y, grosso modo, el poder judicial, el PP actúa ya sin tapujos para blanquear sus casos de corrupción.

No quiero ampliar mi desolación recorriendo mentalmente la geografía terráquea. No quiero pensar en Estado Unidos, ni en la Europa previsible, ni en ese cementerio azul que hoy es el Mediterráneo. No quiero pensar en Grecia ni en Siria ni en Nigeria. No quiero pensar. Mejor seguir mirando al espacio, donde, tal vez, sea posible algún destello de inteligencia.