Si hay algo que me pone más -mucho más- que el héroe o la heroína de turno en la ficción es el antihéroe, ese rival necesario para el objetivo de encumbrar al protagonista. Eso sí, no todos los malos pasan el filtro de lo aceptable. Todavía recuerdo, a menudo, a ese terrible Bane con el que Christopher Nolan quiso cerrar su trilogía dedicada a Batman, y con el que lo único que consiguió fue desestabilizar una propuesta más que interesante que encontró en el Joker de Heath Ledger un villano magistral. A eso me refería: buenos malos. Aquellos que, pese a ser sucios, infieles, retorcidos, crueles y sanguinarios, se convierten en icono y pasan a protagonizar el merchandising y nuestras más que sórdidas fantasías... cinéfilas o 'seriéfilas'. Ha pasado recientemente con el Pablo Escobar de Narcos -recuerdan el «Oh, blanca Navidad» de la Puerta del Sol?-; un clásico estaría en ese Michael Corleone que encarnó Al Pacino, y el Jano que es Heisenberg en Breaking Bad sería el malvado más humano, más cercano a lo que cualquiera de nosotros podríamos ser. Uno de los más grandiosos, aunque tal vez no tan popular, es el Moriarty que han perfilado Steven Moffat y Mark Gatiss para ser la Némesis de Sherlock Holmes en la serie que protagonizan Benedict Cumberbatch y Martin Freeman. Ese súper inteligente ser amanerado que ama tanto como odia al detective de Baker Street es tan absolutamente sublime que somos muchos -y esto está contrastado- los que dejamos pasar los minutos y los capítulos esperando que aparezca. Bendito sea Andrew Scott, el actor que le da vida, un camaleón rotundo al que echamos continuamente de menos. Dios salve a la 'reina'.