Estentaba mi señor padre el cargo de secretario del Círculo Mercantil en el local de la calle Arquitecto Cerdán , cuando de su mano, siempre suave y destemplada, pisé mi primer café. Era una tarde invernal propia de aquí: fría y con esa humedad desagradable que cala en lo más hondo de los huesos. Él, solventaba los asuntos propios de su función sobre un coqueto velador de mármol, y un hombre de aspecto severo, ataviado con esmoquin negro con lamparones, me preguntó qué deseaba tomar. Miré primero a mi padre y después al camarero, fijándome en su manida pajarita roja, le solicité, con todo respeto, un café con leche y un plato de olivas rellenas. El café con leche para entrar en calor y las olivas rellenas que eran realmente lo que me apetecía; no sin sorna por parte de los señores allí presentes mis deseos se vieron cumplidos.

Las cosas desde entonces han variado mucho, y habré de decir que nunca me han gustado las barras ante las que se alinean altas banquetas incomodísimas. Ni a ese entrar y salir incesante de gentes que beben, comen, chillan, pagan y se van para ganar un tiempo que luego no sabrán cómo perder. Añoro los viejos cafés de la Murcia de principios de los sesenta, su atmósfera densa, sus aromas y el señorío de los camareros. Aquellos bares si que eran bares como Dios manda, amplios, con divanes comodísimos como los del Café Santos. Allí estaba Giménez, que atendía el salón superior y tosía para anunciar su llegada y no sofocar a los novios cuando se besaban. En el Olimpia estaba Juan, antiguo y valeroso soldado, cien veces condecorado, que fue asistente de Franco en sus años de capitán, o puede que de comandante, allá en África. En la Semana Santa solía lucir con orgullo en su pecho sus cruces y medallas de guerra. Se dijo que Franco, en su visita a Murcia en los sesenta, lo invitó a subir al coche en el que viajaba, al cuadrarse el bueno de Juan ante su antiguo oficial.

Las señoras gustaban de echar la tarde ante una tacita de café con leche con trocitos de bizcocho o una magdalena. Viudas, y solteronas a las que se les pasó el arroz, y aún hablan acaloradas de aquel galante pretendiente que un día las cortejó y que terminó casado con una lagarta, aunque en el fondo del corazón todavía exista un latido de amor hacia aquel que pudo ser y nunca fue.

Había clientes que se pasaban más de dos horas degustando el cafetito y apurando el vaso con bicarbonato en la terraza del Baviera. También los había que además del café o la copa de brandy, pedían papel y pluma para escribir, sí, porque entonces la gente escribía y cuidaba su caligrafía; incluso otros pedían una guitarra, sobre todo en el Hungaria donde atendía solícitamente Antonio. Allí mismo, un abogado sin suerte y pobre aguarda la llegada del nuevo rico para que lo convide. El letrado tragará saliva si el ricachón no llega y se cargará de dignidad cuando le diga al barman que se lo apunte. Ya veis, que además de camareros bien podrían ser confesores y dar absolución y consejo como conocedores de todos los vicios, virtudes, alegrías y desgracias del alma humana.

Nadie tenía prisa. Todos se hacían amigos enseguida y como si lo fueran desde siempre y para siempre. Y los camareros conocían a sus clientes, y sabían sus horas, sus gustos, sus conflictos familiares. Y hasta llegado el caso, que llegaba con relativa frecuencia, prestaban dinero. Hubo un camarero tan sentido que llegó a ponerse de medio luto cuando don Feliciano (no diré el apellido) enviudó, después de tantos años sirviéndoles la copita de Manzanilla La Gitana, qué menos podía hacer. Él la siguió enseguida, no pudo soportar su ausencia y el no tener quien le colocara la molesta punta de hernia.

En realidad, a uno le parece estar viviendo en un mundo que no es el de uno. Ahora, cuando todo resulta como subversivo, estrafalario y sin fondo, locales con el corazón en un armario, donde nadie habla, ni nadie sabe escuchar.

(Continuará)