Una de las señales del cambio generacional es la pérdida de las referencias existenciales; aquellas expresiones, canciones o personajes que conocía todo el mundo. Uno de ellos era el personaje de Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa. Para los chavales de mi generación, los relatos de Verne eran una invitación a la aventura y la imaginación en mundos no muy distintos del nuestro, en el que ya existían submarinos y se había llegado a pisar la Luna. Situábamos a Nemo en nuestro pabellón de héroes, sin percatarnos del significado exacto que tenía para Verne y los estudiantes que tenían nociones básicas de Latín, porque Nemo es nadie, precisamente porque quiere ser un anónimo vengador, tal que el cinematográfico Anonimus en Vendetta.

Habíamos perdido la referencia literaria básica de Nemo, pues Nadie es también el astuto Ulises que ciega y engaña al Cíclope Polifemo. Y, mucho más próximo, en el tiempo y en la inteligencia, es también Juan Nadie, el héroe de Franz Kafka que se convierte en arquetipo de la sociedad americana, tal como lo fuera Ulises para la griega. No es un personaje fecundo en ardides, sino un ciudadano corriente, que actúa con sentido común y arriesga su vida cuando se necesita sin esperar fama ni recompensa alguna. Diríamos que es todo lo contrario de Trump, ejemplo de antihéroe televisivos.

Nemo, el pez payaso, se ha convertido en el referente de una nueva generación de jóvenes menos lectores y tan ajenos al Latín como a la tundra siberiana. Desde el punto de vista del prototipo de héroe, se muestra más cercano al cinematográfico que al homérico, pues los guionistas de Pixar son grandes expertos en el cine clásico. El pececito Nemo nos sitúa en el contexto de una nueva relación con los animales. El lector avezado comentará que no son más que las contemporáneas fábulas, tan antiguas como moralizantes, desde Esopo, pasando por Iriarte y Samaniego, que personificaban a los animales. Pero Walt Disney dio un paso más cuando nos los dibujó, tan parecidos a nosotros, en su fábrica de sueños y pesadillas.

Al tiempo que insistía una y otra vez en prescindir de la madre, Disney se dirige a niños muy urbanos y muy contemporáneos, que no han visto un león o un tigre más que en el zoo, que conocen a los monos y los cocodrilos por los dibujos animados y que puede que no vean un conejo en su vida salvo que les guste el arroz. En esa tesitura, es difícil distinguir el gato de la liebre, el buey del toro y el cazón del escualo más salvaje. Nuestras ciudades se blindaron contra la presencia animal y ya es infrecuente ver merodear a los gatos por los rincones de la basura. ¡Ah, añorada Roma! Donde aún los felinos husmean, cual arqueólogos, el lugar exacto en que apuñalaran a César en las ruinas de Largo di Torre Argentina, como si su fantasma aún clamara et tu quoque, Brute, fili me! Las ciudades ya no tienen animales distintos de las mascotas; no nos despierta el canto de la alondra, como a Shakespeare, ni siquiera el del gallo, como a Astérix.

Así que la visión que tenemos de los animales se ha empobrecido. Ya no son seres de la naturaleza, ni aliados ni rivales, sino pobladores de sueños infantiles que ríen, sufren y padecen como cualquier hijo de vecino. ¡Infelices cazadores que mataron a la madre de Bambi! si hubieran sabido la de niños quejumbrosos y papás indignados que se les venían encima, habrían ofrecido pastos nutritivos a la esforzada madre coraje, alegoría de la crianza monoparental, y habrían desaparecido antes de cometer semejante y execrable crimen machista y de género (inhumano).

En otro tiempo, el hombre vivía con los animales y mantenía con ellos una relación distinta. Los de granja servían al alimento humano, los equinos eran animales de transporte y tiro y algunos eran mucho más nobles que los aristócratas, los de caza no se sacrificaban en mataderos y humilladeros. Nunca fueron bien vistos los salvajes, pues pugnaban con el hombre casi de igual a igual, ¡matar o morir! Así que el toro de lidia representaba la fuerza de la naturaleza a la que el hombre se enfrenta cara a cara, como se debía mirar a la muerte. Esa relación, no es que se haya pervertido con creencias igualitarias que llaman animalistas, es que se ha perdido, que ya no existen los animales tal como los conocimos. El toro es un animal con sentimiento y la plaza un cruel centro de torturas, como si fuera una comisaría de la Stassi.

Rubén Darío recrea el encuentro entre el mínimo y dulce Francisco de Asís y la bestia temerosa, de sangre y de robo, las fauces de furia, los ojos de mal: el lobo de Gubbia, el terrible lobo... De la nobleza de alma de San Francisco se podía esperar ese amor a la naturaleza capaz de humanizar al animal salvaje, con el que se hermana como hijo del mismo Dios. La moraleja del poema nos dice que el hombre es aún más temible y despiadado, pues lleva en su alma la malicia. Empero el lobo de Rubén Darío es una fiera con un punto de compasión por el santo: hermano Francisco, no te acerques mucho, antes de volver a su estado salvaje: déjame en el monte, déjame en el risco, déjame existir en mi libertad. En el coso, toro y hombre se miran y ambos ven a un enemigo de siglos: no habrá compasión. Cuando el niño ve a Nemo, todo es ternura y hasta el mismo tiburón vegetariano resulta simpático. Lo dicho, hemos perdido todos los referentes; quizá el salmón le parezca al niño un Nemo emplatado. No somos nadie, o, quizá exactamente eso, Nemo.