Se impone el impulso a la reflexión; el latido de la tribu frente a la libertad del individuo; el sentimiento identitario exacerbado a la idea de nación. Todos estos ingredientes, mezclados en su justa medida, que no es otra que la de cuanto más mejor, son indispensables para cualquier receta populista. Cuando los escribo, no lo hago pensando en algún gobernante extranjero, ni tampoco en alguna aspirante al poder en el corazón de Europa, en absoluto. Lo hago mirando hacia Cataluña, una parte de nuestro país que padece a una de las clases políticas más decadentes en muchos años. Hasta eso comparte con el resto de España.

El populismo, que casi siempre se da la mano con la afición por manejar sin decoro ni empacho alguno las arcas públicas, alcanza en Cataluña su forma más sublime. Burgueses de 'la Cataluña de toda la vida' sin más oficio que enredar, e inadaptados de extrema izquierda a los que, como a a alguna de sus diputadas, les abandonó hace tiempo el desodorante, han conseguido un equilibrio inestable más allá de abismos ideológicos. La construcción del espacio vital de la gran Cataluña que debemos sufragar los demás, que para eso somos seres inferiores, les ha unido a ellos y a cerca de la mitad de la población de esa región.

Es difícil negar que el mal, con no poca frecuencia, seduce más que el bien. Para controlarnos, decidimos ya hace bastante tiempo, darnos leyes. Es cierto que pueden resultar infinitamente más aburridas que otras alternativas para regular nuestra convivencia, pero con todo, y si tenemos una justicia y unos gobernantes que le tengan cierto apego, lo cierto es que no se vive del todo mal con ellas. Y, al final, la seguridad que nos dan se convierte en una pieza importante para nuestra prosperidad y bienestar. Cuando damos estas circunstancias por garantizadas y un puñado de políticos nos dice que, si desobedecemos la ley nos va a ir mucho mejor, a muchos les entra un entusiasmo tan incontenible como irracional. La ley de la selva por encima del Estado de Derecho.

Con esos mimbres, en Cataluña se viene tejiendo desde hace tiempo el cesto del independentismo que, además, tiene cada vez que ser más grande para poder tapar las crecientes vergüenzas de quienes lo portan. En esta tarea, la derecha y la izquierda independentistas se están dejando la piel, pastando por el presupuesto público sin límite alguno, porque esto del 'prusés' es muy duro y tal. Así, no tienen inconveniente en ofrecer proyecciones de una nueva Cataluña en que todos serán más ricos, empezando por ellos mismos y por las empresas que les han diseñado las infografías con las que asombran al mundo en sus ponencias en los salones de té de la Comisión Europea y que, claro está, el resto de españoles pagamos con generosidad. Porque, a todo esto, Cataluña está quebrada. Pero eso es algo irrelevante, por supuesto.

En este empeño por separarse, caben no sólo sueños de convertir el Valle del Ampurdán en el nuevo Silicon Valley europeo, sino que se catalaniza a Cristóbal Colón (aunque luego abran los Ayuntamientos el 12 de octubre) o se asegura que el Quijote lo escribió Joan Miquel Servent. Es decir, se manipula sin rubor el pasado para llenarlo de gestas, y apelando a él, prometer glorias que asombrarán al mundo cuando Cataluña, por fin, se haya descolgado de ese país sucio lleno de murcianos, extremeños, andaluces y madrileños. Esa Espanya que ens roba, ya saben.

La cuestión es que, mientras que todo el mal independentista va a adquiriendo, pese a sus diferencias entre distintos grupos, un carácter monolítico, los buenos siguen perdidos. Partidos internamente descompuestos, otros acomplejados o virando hacia no se sabe dónde, no son capaces de dar forma a una alternativa civil que aglutine a esa parte de la sociedad catalana que se siente cómoda en España y también a quienes, estando fuera de Cataluña, también quieren defender la nación y que la Constitución y las leyes sólo se pueden cambiar por los procedimientos adecuados. Aunque competir con un referendum en el que votas en cajas de zapatos es complicado, algo que entiendo perfectamente.

Sigue siendo necesaria una alternativa civil que aglutine a políticos y ciudadanos de todos los ámbitos y que, de alguna manera, contara con el apoyo institucional debido. Si la Generalidad de Cataluña financia sin pudor a quienes defienden la ilegalidad más absoluta, la mentira y el odio a una parte de la población, ¿no deberían los poderes públicos favorecer aquellas alternativas que defiendan las libertades individuales, los derechos y deberes constitucionales y la democracia?

La acción del Gobierno central, que debe ser contundente y ejercerse sin paños calientes, es indispensable para parar los pies al independentismo, pero también es preciso que la sociedad se implique, y que gobernantes y ciudadanos defiendan la unidad e integridad de España, no sólo desde el sentimiento y la historia, sino desde los argumentos. La economía, el sostenimiento de los servicios públicos, la movilidad internacional, el coste de la vida y tantas y tantas cuestiones serían muy diferentes para los catalanes en caso de abandonar España.

No se trata de convencer a quien ha decidido instalarse en un mundo de unicornios con barretina, sino de armar con argumentos a quienes están dispuestos a no ceder el espacio público que los independentistas inundan con banderas y cadenas humanas. Es dejar claro que la secesión es un sinsentido, que no les asisten más razones que las de salvarse a sí mismos, usando como parapeto a una parte de la población y denigrando a la otra. A lo mejor hace falta, como pedía Juan Luis Cebrián en una reciente entrevista, que creemos la Oficina del No. Desde ahí podría contestarse a cada provocación con un hecho, a cada fantasía con una dosis de realidad y a cada acusación de insolidaridad con Cataluña con la última transferencia del Fondo de Liquidez Autonómica. Pero claro, estamos en tiempo de diálogo, así que no he dicho nada.