En años pasados afloraron diversos casos de corrupción y, desgraciada coincidencia, se desató una fuerte crisis económica y se radicalizó el separatismo catalanista. En consecuencia, muchas cosas cambiaron.

Entraron en escena Podemos y Ciudadanos. Se multiplicaron los procesos judiciales contra políticos. Los titulares de prensa y las escenas televisivas los difundieron ampliamente. Se admitieron a trámite toda clase de denuncias, con mayor o menor base. Se mantuvieron procesos sin más fundamento que la llamada Acusación Popular. Se hizo un uso extensivo de la prisión preventiva. Se obligó a dimitir a cargos públicos antes siquiera de abrirse juicio oral contra ellos. Los partidos políticos practicaron el linchamiento judicial de sus adversarios. Se convirtió en una especie de agravante ser famoso o político. Se reformó el Código Penal para reforzar la persecución y las penas para algunos delitos contra la Administración pública. Se alargaron los plazos de prescripción.

En ese clima fue creciendo un nuevo e imperceptible estado de opinión en amplios círculos: se aplaudía que se estuviese combatiendo la corrupción, pero se lamentaba que se hubiese aplastado la presunción de inocencia, pulverizado el principio de intervención mínima del derecho penal y acosado a los políticos investigados. Ese estado de opinión cristalizó con la muerte de la senadora popular Rita Barberá por causas naturales, pero en plena persecución política y mediática. Nació un nuevo movimiento de indignados. Primer fruto: se acotó la duración de los procesos penales.

Los nuevos indignados están hartos de que no se espere a una sentencia condenatoria o, al menos, a la apertura de juicio oral para pedir responsabilidades políticas; hartos de que los separatistas digan que el Tribunal Constitucional está politizado porque les impida violar la Constitucional; hartos de que se admitan a trámite todas las denuncias, por débiles que sean; hartos de que se olvide que el papel de los fiscales no es acusar sino defender la legalidad; hartos de que se diga que el sistema judicial español no es independiente porque el Parlamento y el Gobierno intervienen en algunos nombramientos, cuando eso es así en los Estados Unidos, Alemania, Francia y, en general, en todas las democracias; hartos de que se mantenga la Acusación Popular, inexistente en las demás democracias; hartos de que dicha acusación esté encarnada en miembros de los partidos políticos adversarios del encausado y en las podridas Manos Limpias; hartos de que se diga que la Justicia no es independiente en un país que mantiene en la cárcel a Matas y Granados, encausados a Chaves y Griñán y penado al cuñado del rey. ¿Se vería algo de eso en una dictadura?

Piden que se respete la presunción de inocencia; se espere al menos al juicio oral para pedir responsabilidades; no se dude por sistema de la imparcialidad de los jueces y fiscales; no niegue la pertinencia de que la soberanía popular, a través de sus representantes, se extienda al poder judicial; se sea más selectivo y prudente a la hora de iniciar investigaciones judiciales; se estudie eliminar la acusación popular. Y cosas así.

Creen que todo eso es aplicable también al caso del presidente Sánchez y su supuesta intención de contratar un servicio empresarial para mejorar su reputación en las redes sociales.

Sostienen que es injusto insultar al Fiscal General y a los de Sala porque estimen que no hay indicios suficientes para proseguir indagando. Por motivos simétricos se podría arremeter contra el juez Velasco y las fiscales del caso porque estimen que los hay. Respeto, por favor, a los jueces y fiscales.

Y también tienen algo que decir respecto del presidente. Cuentan a su favor que no haya contrato alguno firmado; que no haya aceptación de oferta demostrable; que no haya habido pago alguno a la empresa bajo sospecha; que sea una mera conjetura que eso no se materializase por la intervención policial (¿por qué no esperaron una semana?); que sea muy difícil, por no decir imposible, delimitar la ilegítima mejora de la reputación personal de un gobernante del legalizado interés público en que se publiciten sus actividades y circunstancias; que en los tiempos actuales sea obligado que los servicios de prensa de los gobernantes se ocupen también de las redes sociales. Tienen en su contra que se reuniesen un par de veces con el empresario y que sus colaboradores se cruzasen con la empresa varias llamadas telefónicas y correos electrónicos.

No les parece que el Fiscal General carezca de argumentos, ni les cabe duda, vistas las discrepancias entre los expertos, de que los indicios en contra del presidente son poco contundentes. Y, en esa situación, el principio de intervención mínima del derecho penal aconsejaría abstenerse.

Afirman que, en cualquier caso, el presidente es inocente mientras no se demuestre que es culpable y no tiene por qué dimitir a menos que se vea inmerso en un juicio oral.