Cuando se comparan unas naciones con otras, se pone en evidencia que el factor crítico de éxito o fracaso no es, como algunos piensan, la tradición religiosa, ni la cultura, ni el emplazamiento geográfico, ni tampoco el tamaño de su territorio ni de su población, ni siquiera su historia. Ninguno de estos factores es realmente decisivo excepto uno que no se menciona: el de haber conseguido desarrollar o carecer de unas instituciones sólidas, capaces de resistir a Gobiernos y gobernantes excéntricos o populistas con orientaciones autoritarias, de los que acaban surgiendo de tiempo en tiempo, incluso en las más acendradas democracias.

Las instituciones en Turquía se están derrumbando por momentos, socavadas por las persecuciones y cazas de brujas de un presidente cada vez más paranoico y autoritario. Turquía no hace sino seguir el mismo camino emprendido por Rusia hace apenas una década y por otros países como la Venezuela de Hugo Chaves, que lleva ya bastante tiempo en esta labor. Todas estas naciones se hayan envueltas en procesos de deterioro progresivo de sus instituciones, que una vez fueron democráticas, y cuyos muros, como una ciudad sitiada por un enemigo implacable, se van derrumbado poco a poco, perdiendo irremediablemente su consistencia e integridad.

En otros países las instituciones resisten. Lo estamos viendo en Gran Bretaña, donde a instancias de una sola persona, que promovió un conflicto de competencias ante un tribunal local, y cuyo veredicto inicial fue después confirmado por el Tribunal Supremo, el Gobierno de Theresa May se ha visto obligado a someterse a los designios del Parlamento de Westminster de cara al inicio y a la conclusión de las negociaciones para la salida de la Unión Europea. Un debate que el Gobierno pretendía hurtar al Parlamento amparándose en una ambigua prerrogativa real.

Aunque el mejor ejemplo de resistencia institucional en estos aciagos días son las batallas que enfrentan a todo un presidente norteamericano con el sistema judicial y el entramado periodístico de su país, dos de las más poderosas y sólidas instituciones de ese extraordinario y sorprendente país. Trump intentó intimidar a los jueces para que dictaminaran a favor de su orden ejecutiva que cerraba las fronteras sin más expediente a los ciudadanos de siete países con los que Estados Unidos mantiene plenas relaciones diplomáticas. Trump también se ha enfrentado de manera descarnada a la gran prensa norteamericana, esa misma que fue capaz de echar a un presidente, acusándola de estar fuera de control, y calificándola de auténtica «oposición al Gobierno».

Pero si queremos ver situaciones donde las instituciones son débiles y se pliegan a los deseos del poder ejecutivo, siempre voraz y ansioso de fagocitar al resto de poderes de un Estado democrático, debemos mirar hacia África. Allí también existen ejemplos de lo contrario, como Kenya, Tanzania o incluso Nigeria, pero es demasiado frecuente la prevalencia de dictadores que se aferran al poder.

Allí hemos podido comprobar reiteradamente que la hoja de ruta de los dictadores siempre es la misma: acabar con la prensa libre, la oposición política y la judicatura independiente. Aunque no siempre por este orden. Normalmente los presidentes en busca del poder absoluto intentan penetrar en las instituciones por los puntos más débiles, allí donde los detecten en cualquiera de los tres ámbitos mencionados. Por eso es tan importante que en un país, como es el caso del nuestro, los jueces arrasen con los privilegios de los políticos y de la casta dominante, de forma que nadie se sienta al margen de la ley.

Por eso, aún a riesgo de excesos, prefiero un juez soberbio y una prensa impertinente a un político sin ataduras, contrapesos ni restricciones.