Noelia Arroyo es en este momento la figura con más poder político del Gobierno inmediatamente después del presidente. Toda la política de comunicación, en un momento tan delicado y crucial, pasa por ella. Ninguna consejería, aun provistas todas de sus respectivos aparatos de propaganda, mueve un hilo sin someterse a la coordinación de la portavoz, quien asimismo maneja los más diversos recursos de persuasión, propios y ajenos.

La consejera portavoz también estaba advertida, sin duda, de lo que se le venía encima: unos meses de tortura, de los que el Gobierno de PAS podría salir vivo o que podrían significar el fin de la aventura, pues por muchos botones que se pulsen desde el tablero de mando, los vientos no admiten doma.

Arroyo lo tenía, de partida, aparentemente fácil para este oficio. En primer lugar, por el terreno abonado de algunos de sus predecesores y ciertos directores de Comunicación, que la harían buena en cualquier caso. Pero, sobre todo, por su experiencia previa, en la práctica en el timón de la consejería de Hacienda durante el año Garre, donde figuraba como discreta secretaria de prensa cuando en realidad era el brazo armado del comisario Martínez Pujalte. Después de esto, ya estaba preparada para la guerra. PAS la probó en su campaña electoral como responsable de comunicación, tal vez por indicación del anterior, y el examen fue tan satisfactorio que no dudó en adjudicarle la portavocía y hasta la consejería de Cultura, más Juventud y Deportes, tal vez en la consideración de que todo es la misma cosa. Sin embargo, aunque después Rajoy, a quien la cultura le importa un bledo, ha seguido ese modelo con el ministro Méndez de Vigo, la fórmula chirría. El mundo de la cultura es demasiado complejo (y transversal, diríamos ahora) como para que quien defiende a ultranza la política de un Gobierno desde la tribuna de los Consejos sea a la vez quien deba promover a quienes, por naturaleza de su dedicación, necesariamente la impugnan. Es un maridaje que no está llamado a funcionar, con independencia de quién sean el titular de la cartera. Es verdad que la cultura siempre ha estado, desde el punto de vista de los Gobiernos, en el lugar de la propaganda, pero esta época requiere una mayor atención al simulacro.

Arroyo, en cuanto a la portavocía del Gobierno, tiene sobre su halda todo el peso de la comunicación en un momento de imposible manejo, pues la información se escapa por todas las costuras, y muchos de los titulares son inmatizables. La portavoz trabaja con extraordinaria entrega, diríase que desbordando incluso las obligaciones de su oficio, lo cual transmite una sensación de crédito sobre sus posiciones. El problema es que muchos de sus argumentarios son de una extrema ingenuidad, tal vez elaborados desde la mentalidad del militante o para la conformidad del militante antes que para quienes han de transmitir a la sociedad, a través de los medios de comunicación, análisis más elaborados. Su respuesta a la interpelación que en rueda de prensa se le hizo al presidente acerca de la fuente que le anunció, antes de que se hiciera público, el dictamen de la Fiscalía Anticorrupción sobre la Púnica, en la que apeló al ´derecho a la confidencialidad´ que asiste a los periodistas, como si las normas deontológicas de esta profesión equivalieran a las que rigen para los políticos, es de nota.

Pero mientras entretuvo a la prensa con tal disparate, cargándolo a su costa, escamoteó la obligación que sí corresponde a la deontología de los políticos, que no es precisamente la reserva de las fuentes, sino la transparencia en todo lo que se resulte de interés general.

Arroyo es el principal ayudante del piloto que conduce la nave a través de esta tormenta perfecta, prevista por todos pero incontrolable por ambos. Puede que el aterrizaje no sea glorioso, pero Arroyo saldrá sabia de la experiencia.