No me negarán que si hay una fiesta que va ganando espacio y adeptos cada año es el carnaval. Aunque google se empeñe en recordarnos a qué está dedicado cada día que amanece, hay quienes osamos no hacer caso ni al santoral, dedicando a los presentes y a los futuros que todos los segundos sean Navidad o San Valentín, cuando no un motivo para luchar contra el cáncer o a favor de la igualdad. Por el momento, y sin proponérnoslo, la mascarada se cuela en todo el calendario. No respeta ni el rojo ni el azul del almanaque. Empezó en enero con la toma de posesión de Trump; continuó con los congresos de nuestros principales partidos políticos, a falta de disfrutar con la comparsa del PSOE; y ha concluido esta semana con la chirigota judicial del caso Nóos, por no hablar de otras escenas dantescas más domésticas. Ello no quiere decir que el espíritu crítico y ácido de esta festividad se pueda, asimismo, mantener durante todo el año. Una cosa es que nuestra actualidad invite a la copla y otra que haya valientes para entonarla, por lo que el pueblo pasa de la sorpresa inicial a pasar de todo, aunque se incendie el querido Banco de España. Sobran argumentos y buenas rimas, pero faltan narices para desafiar la métrica que nos impone la vida cotidiana. Ya no quedan versos libres. Aquel que se mueve es sólo para mirar para otro lado, como mandan los cánones. Así que búsquense un buen disfraz, el de presidiario está de moda, y aprovechen a cantarle las cuarenta al poder. Ellos, si los jueces no lo impiden, tienen el derecho a desbarrar durante todo el año, pero nosotros apenas un respiro y cada vez más corto pues ambas circunstancias son inversamente proporcionales. Cuanto más nos agachamos más se nos ve el culo. La vida es un carnaval, pero pasados estos días sólo nos podremos reír de janeiro.