Con el paso del tiempo, me vienen a la cabeza hechos y vivencias aparcados en su día por su aparente falta de interés. Durante veinte largos años fui editor de una revista de sociedad con notable éxito local, y durante esos mismos veinte años, fueron numerosas las misivas de varones rogándome encarecidamente que sacara en las páginas que editaba fotografías de señoras ligeras de ropa y en el mejor de los casos sin ninguna ropa. De igual manera, aunque diré que menos numerosas, fueron las epístolas de señoras que solicitaban fotos de tíos buenos que ilustraran de forma panorámica su sentido ocular, supongo que tratando con ello de enriquecer la imaginación. Resulta curioso, al repasar aquellos correos enviados al buzón de cartas al director, que en lo referente a la edad de las interesadas, abundaban las talluditas, tal vez desencantadas al contemplar en exceso panzas cerveceras y compañeros canijos, abandonados físicamente en la rutina mórbida al que se ven abocadas numerosas parejas.

En solución salomónica, no atendí las solicitudes, ni de unos ni de otras, y es ahora, transcurridos los años, cuando caigo en lo divertidas que llegaron a ser aquellas cartas femeninas interesadas en imágenes de tíos cachas, letras no exentas de verdes comentarios y reflexiones. Digan lo que digan, el voyeurismo femenino no tiene, ni mucho menos las características del masculino, no sé si porque el hombre tiene menos que mostrar o porque la mujer se rige por otro sentido mayor que el de la vista: el sentido común. Dando por hecho que la mujer es incapaz, o lo era, de pagar un duro (de los de antes) por una revista en la que aparecen señores bien dotados. El hombre es mirón, pero la mujer no. La mujer no disfruta visualmente cuando el varón le hace el amor sin despojarse de los calcetines, pero sí lo hace después de las pasiones desatadas, observando con curiosidad extrema la virilidad fatigada.

En la práctica, y aunque peque de exagerado, creo que desde que se inventó la rueda, ha sido el gremio del transporte (no quedándole muy a la zaga los talleres en general), los que han logrado mayor fama a la hora de decorar con fotografías y almanaques de señoras ligeramente ataviadas paredes y cabinas, quizás buscando el fervoroso aliento de las estáticas beldades en el duro tajo diario. A la mujer le interesa el hombre. Al hombre le interesa el cuerpo de la mujer. Un desequilibrio cultural u hormonal que ha perdurado durante siglos y que sin duda no tiene arreglo. Bomberos, asociaciones de viudas, peñas, agrupaciones e incluso instituciones se retratan en nuestros días en paños menores de forma altruista, alegando generosos fines benéficos en un alarde exhibicionista que une a ambos sexos sobre el papel couché. Algo que hasta hace muy poco tiempo no ocurría.

A las hembras nunca les ha ido el rollo del voyeurismo, al menos a niveles masificados y abstractos. Se observa en las redes sociales, donde la voluptuosidad femenina luce sin recato ante los ojos ávidos de los varones, en clara desventaja sobre los cachas de exagerados abdominales que tratan de alegrar la vista sensata y equilibrada de señoras más o menos liberadas.

El mundo de Hugh Hefner y sus conejitas han derivado hacia la explotación de un geriátrico decadente. Asistimos al ocaso del erotismo y de la pornografía en papel, que ha sido sustituido por los artilugios electrónicos, que con sus sombras, luces y sonidos alumbran con ensoñaciones las mentes calenturientas de los insatisfechos e insatisfechas de hoy.

Las publicaciones eróticas han venido a menos y las fotos guarras han muerto, formando ya parte de nuestra historia más cercana.