A pesar de que el mundo ha evolucionado de una manera extraordinaria a lo largo de toda su historia, hay cosas que nunca cambian. En el siglo I d.C., por ejemplo, los romanos de la época se divertían en el Coliseo viendo la lucha de gladiadores, bebiendo y gritando desde las gradas. Hoy ya no se mata a nadie en la arena de un Coliseo, pero a la gente le sigue gustando la fiesta como si la vida le fuera en ello. Ahora no hay gladiadores a los que jalear, pero hay futbolistas a los que insultar o árbitros a los que mentarles la madre. O hay carnavales donde dejar aflorar todos nuestros instintos más básicos. O tomatinas. O fallas. O sansermines. O ferias de abril. O rocíos.

Lógicamente, no me molesta que la gente se divierta. A todos nos gusta la diversión. Lo que me preocupa es lo que se entiende por diversión. Que la diversión esté asociada única y exclusivamente a ponerse ciego de vino perruno y a bailar como un pelele por las calles, me preocupa. Es evidente que una vez al año, como dice el refrán, no hace daño, pero que todas nuestras fiestas populares estén asociadas, directa o indirectamente, a este tipo de comportamientos, me resulta preocupante. Sin embargo, más preocupante es que las concejalías de Cultura de los Ayuntamientos sigan aportando la mayor parte de sus presupuestos a este tipo de actividades mientras marginan a sus grandes exponentes culturales.

España es uno de los países que menos invierte en cultura. En cultura de verdad. No me refiero a subvencionar a amiguetes para que hagan películas o para que monten exposiciones en lugares cerrados para otros. Me refiero a la cultura con mayúsculas. Al igual que pasaba en la época de los romanos, los políticos saben que un pueblo embrutecido es un pueblo dócil. Por eso nos ofrecen lo que nuestro ser primitivo reclama: baile y alcohol. Si usted visita a varias empresas para buscar publicidad con la que financiar una revista de literatura, todas le dirán que no. Pero si va para que le patrocinen un equipo de fútbol o una comparsa, se matarán para aparecer en el cartel anunciador. A las concejalías de Cultura les pasa lo mismo. Unas, gastan todo el presupuesto en organizar enormes y carísimos espectáculos con gran renombre que apenas dejan dinero en el pueblo. Otras, gastan todo el presupuesto en las charangas, comparsas y peñas de carnaval. Y, mientras, los pintores, los escultores, los poetas, los novelistas o las compañías de teatro del pueblo se mueren en el olvido y deben buscarse la vida allende los mares.

Cuando uno visita los países más desarrollados de Europa, se da cuenta enseguida de que España está a años luz de sus derechos civiles, de sus derechos laborales y, por supuesto, de su cultura. En cualquier pueblo de la Europa civilizada, uno puede encontrase un concierto de música clásica en una iglesia, un concierto de una banda de rock en un pequeño bar, una obra de teatro al aire libre o una exposición de poemas en la calle, o de esculturas, o de pintura.

La función principal de las concejalías de Cultura no es alimentar al pueblo con fiestas, sino con cultura. Solo invirtiendo en cultura se mejora la educación, el civismo, y se actúa contra la corrupción en favor de la riqueza de un país. Pero seguimos sin darnos cuenta, de ahí que España destaque