El punto de inflexión fue el 26-J. La noche en que el PSOE se fracturó, se abrió en canal Unidos Podemos y resucitó un moribundo PP. La izquierda no sumaba ni con sorpasso ni sin él, y volvía con fuerza la derecha cuyos votantes empezaban a perdonarle no sólo que hubiera padecido la lacra de la corrupción sino que fuera la corrupción misma.

Aquella noche, después de seis meses de brindis al sol, de dimes y diretes, de propuestas de gobiernos imposibles, quedaba clara una cosa: que el PSOE y Podemos estaban abocados a un proceso traumático de división interna y que Rajoy, pese a su política antisocial de recortes y a los casos de corrupción que tan directamente le apuntan, seguiría gobernando.

Hasta entonces la división en la izquierda había sido cosa de dos. PSOE e IU en la época de Felipe González y Julio Anguita; PSOE y Unidos Podemos, en la de Susana Díaz y Pablo Iglesias. Pero como cualquier cosa que pueda empeorar es susceptible de hacerlo, la división es ahora cosa de todos y de cada uno. De todos contra todos y de cada uno contra sí mismo. Hasta el punto de que tanto cuesta imaginarse, a estas alturas, a un PSOE recompuesto como a un Podemos unido.

Hemos llegado a una situación, que vale tanto para los socialistas como para los morados, en que nada se puede hacer sin el otro ni con el otro. Ni contigo ni sin ti. Ni contigo se puede articular una alternativa de gobierno de izquierdas ni sin ti es siquiera posible imaginársela. Y eso lo saben muy bien los votantes de unos y otros, de ahí la desazón que impera entre lo que los franceses llaman el 'pueblo de izquierdas'. Eso, para el Gobierno de España, porque en los Ayuntamientos y en las Comunidades autónomas bien que se ha llegado a acuerdos.

La victoria de Iglesias en Vistalegre II y la que conseguirá en su día Díaz en el congreso del PSOE condenan al fracaso cualquier posibilidad de acuerdo entre las dos fuerzas principales de la izquierda. Ya lo hemos visto en Andalucía, donde Díaz prefiere gobernar con el apoyo de Ciudadanos, y la anticapitalista Rodríguez oposita junto al PP, aunque no revueltos. De mantenerse lo que preconizan las encuestas, en torno a un 20% para cada una de estas formaciones, Rajoy tiene motivos para frotarse las manos. Podemos se condena a una eterna oposición y al PSOE sólo le queda 'entregarse', como está haciendo la gestora, al PP.

Por lo que parece, digo bien parece, sólo Sánchez y Errejón buscaban romper esta dinámica. Con el resultado que ya conocemos. Al primero lo echaron de malas maneras en aquel comité federal esperpéntico y a Errejón no tardarán en apartarlo, aunque con un 33% de los votos es probable que no se deje.

Hablaron y hablarán los militantes en este 2017, año de congresos. Pero en el 2018 serán los ciudadanos los que decidan con su voto. Rajoy no se va a privar de convocar nuevas elecciones si le tiran para atrás sus presupuestos. Poco tiene que temer de una izquierda fragmentada y irreconciliable. De partidos enfrentados entre sí y 'dentro de sí'.

Mucho tendrán que cambiar las cosas o, con el panorama electoral actual, aquí hay PP para rato. Incluso el zapatiesto que se va a montar en Cataluña a cuenta del referéndum, propiciado por la máquina de hacer independentistas en que hace tiempo que se convirtió el partido de Rajoy, le va a terminar beneficiando. No pintan las cosas nada mal para un partido hasta hace poco agónico, acusado por la justicia de financiación ilegal y minado por tramas de corrupción para todos los gustos. La debilidad de Ciudadanos y el enfrentamiento entre las dos izquierdas antagónicas le allanan el camino, por lo menos mientras dure el 'ni contigo ni sin ti'.