La memoria ha tenido siempre un carácter compartido. Lo que sabemos y recordamos tiene sentido en relación con los demás y con el mundo. Antes se dependía más de otras personas para localizar y filtrar la información; las bibliotecas, las enciclopedias, los libros de texto y de referencia también cumplían esta función. Eran las fuentes autorizadas sustituidas ahora por bases de datos, buscadores y páginas web de la red, que son el sistema preferido para encontrar y guardar lo que se quiera. Cada vez se confían más cosas a la memoria externa en dispositivos digitales o en la 'nube', y menos a nuestra cabeza. Se busca la simplificación, la comodidad y hacer el menor esfuerzo posible. Tiene sentido porque la información es sobreabundante y no se puede guardar en el cerebro.

Cuanto más hay almacenado en el exterior, menos falta hace recordar. Se pierde la costumbre de memorizar. Antes, cualquiera retenía con facilidad diez o veinte números de teléfono. Había que marcarlos cada vez que se deseaba contactar con alguien y eso ayudaba a grabarlos en la mente. Ahora no marcamos dígito a dígito y cuesta recordar el número de teléfono propio. Se abandona también el hábito de tomar notas y memorizar, confiando tal habilidad a las máquinas a las que hemos subcontratado nuestra memoria.

Cuando no se sabe algo referido a un ámbito general, lo primero que se piensa es en los buscadores como Google o Yahoo, que han tomado el lugar que correspondía a amigos, colegas y expertos. La nueva mnemotecnia se basa no tanto en recordar un contenido sino en saber dónde está. Se usan códigos de lugar, como si se tratara de encontrar documentos en carpetas, cajones o armarios: si el documento está en el ordenador, en la 'nube', en el 'sistema', en un archivo o en una página web. Otro aspecto esencial para localizar la información, y también para guardarla, es conocer las 'palabras clave', descriptores o 'etiquetas' que conducen a ella. Sólo se hace un esfuerzo memorístico cuando se sabe que la información no se podrá recuperar de otro modo. Si se sabe dónde localizar un dato, no se pierde el tiempo en recordarlo.

¿Por qué deberíamos esforzarnos entonces en recordar? Una de las razones reside en las diferencias entre la memoria cerebral y la memoria digital, más certera, fiable y perdurable. Nuestros recuerdos internos son imprecisos, parciales y vulnerables a emociones e interferencias. Muchos de ellos son vívidos, grabados de forma instantánea para siempre, mientras que otros se borran con facilidad. Con el tiempo los deformamos añadiendo y quitando detalles.

Los recuerdos más importantes son emocionales. La memoria digital es extremadamente fiel a lo que pasó, pero no tiene nada que ver con el afecto. Además, ni interpreta ni valora el contexto. Es detallada, pero carece de lo que hace que nos guste recordar: cómo eran nuestros sentimientos cuando vivimos ese suceso. Ayuda a evocar emociones, pero éstas no se almacenan digitalmente. Si falta el afecto lo que se guarda pierde relevancia y puede convertirse en un recuerdo inútil, sin sentido.

Subcontratamos la memoria pero no los sentimientos.