Desde que Heráclito el oscuro definiera la realidad cambiante que nos rodea, la filosofia inició un camino de incesante discurrir. Cuando volvemos a los mismos parajes para bañarnos de nuevo en el río, siempre hay un cambio aunque sea imperceptible. No es la misma agua y no será el mismo baño. Con un poco más de perspectiva que la duración de una vida humana, nada permanece.

De las primeras preguntas surgieron las primeras respuestas, algunas en forma de mitos, pero cuando no satisfizo la primera explicación, con prontitud, de las primeras poéticas e idealistas metáforas de Platón, se pasó al experimental Aristóteles. Pero no quedó ahí, puesto que la semilla ya estaba sembrada, y se empezó a hablar de ontología y de lo que hoy llamamos teoría del conocimiento. La medicina no es que fuera anterior ni posterior, sino que antes se le llamaba física, que no andaba muy lejos de la química de los humores.

Y la tierra se fue poblando de nombres y de ciencias. Biología, zoología, botánica, física, química, cuando se distinguió de la alquimia; de manera semejante a la astronomía, que tomó un día un camino distinto de la astrología. No fue menos la evolución de la teología, pues de muchos es sabido que el derecho nace del mismo Zeus Piter, perdón, quería decir el jovial Júpiter. Con la escritura nació la ley, la norma, el canon y la literatura, pero también la historia y las distintas maneras de contarla. ¿Mas acaso era tan distinta una cosmogonía de la teoría del big bang?

Las ciencias evolucionaron que ha sido una barbaridad. Unas veces se distinguieron en el método y otras en el objeto. Hoy nuestro mundo está plagado de ellas, así como de normas y de teorías. Si es más complejo o más sofisticado no seré yo quien lo diga, pero hay unas cuantas constantes que no están lejos del primer espíritu de la filosofía. De eso trata la enseñanza, de formar las mentes con los conocimientos que recibimos en legado y que aumentamos día a día. Y al mismo tiempo, ciudadanos conscientes de las normas que rigen nuestra colmena, cada vez más grande y entreverada.

Pero en ese continuo aprendizaje, llegaron un día aquellos a quienes llamamos ministros. A los más antiguos los conocemos como ilustrados, porque tenían conocimientos y pretendían que llegaran a toda la población. No podemos extendernos en cómo sucedió todo, pero lo cierto es que los ministriles del rey se convirtieron en senescales plenipotenciarios y validos engreídos. Se creyeron las vestales que alimentaban la llama sagrada. Y cambiaron lo que durante siglos funcionaba.

Para empezar confundieron la ciencia con el método y pensaron que todo aquello que era experimental era bueno. Y que, por contra, todo lo que sonaba a ciencias sociales era meramente especulativo. Empezaron por cargarse los estudios clásicos con el criterio de su utilidad. El latín no era una lengua muerta a mediados del XIX, porque aún se hablaba latín en las universidades y habían escrito en la lengua de Roma los tratadistas, ya fueran biólogos como Linneo, filósofos como Descartes o eminentes astrónomos y matemáticos como Copérnico o Newton. Empero, desapareció de los estudios obligatorios de la enseñanza secundaria. No eran conocimientos prácticos, según la argumentación de los ignaros gobernantes. Claro que, según esa misma dogmática, tampoco son útiles ni el estudio del arte, ni el de la historia, ni el de la lengua y literatura, uno por pasado, otro por evanescente y el del idioma, porque ya lo hablamos todos y porque a buen entendedor, con pocas palabras basta. Por eso se inventó después el lenguaje de género, para hacerlo ininteligible, pero, eso sí, haciendo visibles las diferencias sexuales.

De esta manera, se separaron las ciencias de las letras, hoy llamadas humanidades. En el colmo de la estulticia, se crearon asignaturas como la Educación para la Ciudadanía, que remedaba a aquella Formación del Espíritu Nacional; o se hacía curricular la Religión. Se insiste en dar las clases en un segundo idioma, cuando no se conoce el propio y se suprime el arte en los estudios de arquitectura, porque la luz, el color y las concepciones espaciales -siempre cargadas de ideología- son incompatibles con el cálculo de estructuras.

Desterremos algunos tópicos: cada ciencia tiene unas características que le son propias, en general condicionadas por el objeto de estudio y por el método. Sin embargo el método de todas las ciencias experimentales no es el mismo, como tampoco lo es el objeto. La zoología tiene sus peculiaridades que la distinguen de la biología, lo mismo que la botánica de la meteorología, la física de la química y, dentro de ésta, la orgánica de la inorgánica. Sin embargo, las matemáticas, ciencia básica en los conocimientos científicos, suelen usar una metodología distinta para el desarrollo de sus demostraciones científicas. Será que las ciencias se rebelan.

Es sabido que la informática ha sido la gran revolución científica del siglo XX. Cabe preguntarse si se trata de una ciencia experimental o instrumental; tal vez no es más que un simple lenguaje. Electrónica e ingeniería, se dan cita en el hardware, pero el software no es más que lógica de sistemas, es decir, un lenguaje como lo son también las matemáticas. Resulta bastante curioso que los primeros científicos que desarrollaron sus teorías en este campo fueron estructuralistas como Ferdinande de Saussire o Noam Chomsky, reputados lingüístas. La lengua es el lenguaje de ese pequeño, imperfecto pero complejísimo ordenador que es el cerebro humano. Descifrar su software es todavía una misión casi imposible. La interpretación de algunos textos de Shakespeare podría compararse con la naturaleza de los fotones, que poseen rasgos comunes a las partículas junto con comportamientos comunes a las ondas, sólo así se explica que unos mismos versos del bardo sajón, puedan significar al mismo tiempo una cosa y la contraria.

Eso convierte al teatro en una obra en constante cambio, pues su representación tiene distintas lecturas en cada espectador. ¿Se acuerdan de la censura? Los literatos, y los humoristas, ofrecían al menos dos claves de lectura completamente distintas. Hace pocos días descubrí el significado de los últimos versos de un poema de Catulo: ¿qué tenía que ver la dulce sonrisa de la amada con la destrucción de ciudades y reinos por culpa del ocio? Tal vez por eso el Oráculo de Delfos se expresaba en complejos hemistiquios. Sólo el sabio podría tener las claves para entenderlo. Si la hermenéutica no es una ciencia experimental y deductiva, que sea el propio Apolo quien lo diga.