Iba a llover fuego sobre nuestras cabezas. Se desataría el caos y la destrucción. La furia, el pánico y la violencia dominarían las calles. Sería, en definitiva, el fin de la civilización occidental tal y como la conocemos. En efecto, el pasado 1 de enero se cumplieron seis años de la entrada en vigor de la ley antitabaco. Y aquí estamos, esperamos la llegada del apocalipsis. Pero nada, que no llega.

La verdad es que no lo entiendo, los augurios parecían muy claros: prohibir fumar en los bares iba a provocar la ruina de todo el sector hostelero. Según decían gentes expertas, un día saldríamos a la calle y ya no quedarían cafeterías en funcionamiento. «Hijo, antes todo esto eran locales de ocio».

De hecho, la Federación Española de Hostelería (FEH) hasta aportó datos al respecto. Estimaban que la normativa causaría el cierre de 70.000 bares y la desaparición de 200.000 puestos de trabajo. Sorprendentemente, al final resultó que no. Cuestión aparte son esos establecimientos que sí se vieron afectados económicamente por la primera versión de la ley y tuvieron que invertir un pastizal en habilitar zonas para fumadores que luego no se usaron. El cortoplacismo y la tibieza en política son el horror, pero en las altas esferas no acaban de captarlo.

Otra corriente agorera apuntaba hacia la insumisión. Nadie cumpliría la ley porque, al parecer, fumar en la calle es factible durante el invierno berlinés, pero aquí resultaba un oprobio, una ofensa cultural de proporciones épicas. «¡Los camareros y el resto de clientes son nuestros y les provocaremos las enfermedades que queramos!», exclamarían los fumadores rebeldes con los ojos inyectados en sangre. Sin embargo, tras algunos meses de llantos y crujir de dientes, lo único que pasó fue la vida. La gente se acostumbró y entendió que no fumar en El rincón de Paco tampoco suponía un trauma. Y mira, esos cánceres, esas bronquitis y ese olor asqueroso en la ropa y el pelo que nos ahorramos todos. Menudo gustazo.

En cualquier caso, las furibundas barricadas contra la ley antitabaco no han sido una excepción en esta hermosa esfera pública que habitamos. Todo lo contrario. Cada vez que se da un paso -sea grande o pequeño- para modernizar nuestro marco social, ahí están los energúmenos de siempre dispuestos a hacer sonar sus trompetas de la muerte y extender la crispación. Pasó con el matrimonio gay, que iba a destrozar el concepto de familia; pasó con la ley del aborto, que nos convertiría a todas en infanticidas despiadadas y está pasando ahora con la matraca de las calles peatonales y las restricciones al tráfico. Supuestas catástrofes que se acaban aceptando con total tranquilidad y llegan a considerarse parte fundamental del día a día.

Por desgracia, para algunos la única opción correcta es permanecer inmutables por los siglos de los siglos, temer al futuro -que solamente nos trae maléficas novedades- y anunciar hecatombes imaginarias. El cambio es pérfido en sí mismo y ya está. Así que, la próxima vez que lo pregoneros de la tragedia se indignen ante alguna medida que nos parezca lógica y beneficiosa, nada de dramas ni de sofocos. En lugar de alterarnos, debemos respirar hondo, contar hasta diez y bajarnos al bar a degustar un cafetito en esa atmósfera tan libre de nicotina. Y si quieren bramar, que bramen.