La cabalgata de los Reyes Magos en Cartagena incluía entre sus personajes a un grupo de hadas con las alas iluminadas que hacían de avanzadilla de un árbol de los deseos. Las hadas se acercaban a los niños para anunciarles que debían cerrar los ojos y pedir un deseo al paso del árbol. La mujer que tenía al lado, que había dejado atrás la niñez hace ya muchos años, escuchó el anuncio y dijo a gritos: «¡Que me toque la lotería!» El joven disfrazado de duende no pudo evitar oírla y se giró hacia ella para responderle: «¡Si supiera cuántas personas me han pedido hoy eso! No sé si podré cumplir con todos». Más o menos de la misma edad era el señor que teníamos al otro lado. Iba acompañado de una señora, pero no asomaba ningún niño a su alrededor, lo que no impidió que el hombre se esmerase más de lo que se le presuponía por sus años para lanzarse a la caza de los caramelos que tiraban desde las carrozas. Incluso se servía de sus codos para abrirse espacio, mientras desplegaba una gran bolsa de cartón con la que atrapaba los dulces y algún que otro peluche que repartían los Reyes desde sus elevados sillones.

Ese afán por el dinero de la mujer que ansiaba que le tocara la lotería o el empeño desmedido de quien ya se ha afeitado cientos de veces por hacerse con los obsequios destinados a los pequeños me han llevado a pensar cuántas de las bolsas que hemos cargado de presentes y cuántos de los coloridos paquetes que hemos desenvuelto estos días de fiesta estaban vacíos.

El éxito y el acierto a la hora de regalarle algo a nuestros seres queridos en una mañana tan emocionante como la de Reyes no está en la valía de lo que contienen esos paquetes, sino en el cariño y empeño que hemos puesto durante el proceso para adquirirlos o crearlos, así como en la capacidad de sorpresa y también de agradecimiento del destinatario. Cuando queremos a alguien sin condiciones, siempre nos parecerá poco lo que le damos, pero lo que espera de nosotros no es que le colmemos de tesoros y riqueza, sino que le acompañemos, que le alegremos la vida, que compartamos con él o ella lo mucho o lo poco que tengamos. Y ni siquiera tiene que ser material, basta con pequeños gestos que reflejan la grandeza del ser humano. Porque cada vez estoy más convencido de que el mundo no se cambia con grandes logros ni con hallazgos o descubrimientos insólitos en cualquier campo. Son los pequeños gestos cargados de bondad de cada uno de nosotros los que pueden llevarnos al cambio que precisamos realmente, que va mucho más allá de los que nos proporcionan los avances en la tecnología o en la medicina.

Quizá el tenista suizo Roger Federer, de reconocido prestigio mundial y con sus necesidades materiales más que cubiertas, no sea el ejemplo más adecuado de lo que estamos hablando, pero su comportamiento sí suele serlo y lo ha demostrado una vez más. Los jueces de un partido que disputaba cantaron el fallo en el saque de su rival, el ruso Zverev, pero el suizo instó al contrario a que solicitara el ojo de halcón para certificar lo que él había visto, que la pelota finalmente era buena. Y así lo hizo. Federer perdió el punto, el juego, el set y el partido, pero dio un paso más hacia su gran victoria. Será recordado siempre como uno de los mejores tenistas de la historia por su gran calidad y sus numerosos títulos, aunque, sobre todo, será valorado por su comportamiento en las pistas y fuera de ellas, por ser todo un caballero, por ser una buena persona.

El éxito no es una cifra fría que refleja los mejores datos de empleo desde que nos encontramos en crisis, ni tampoco un nuevo aumento notable en el número de turistas que visitan Cartagena. La economía, la macro y la doméstica, es tan sólo el contexto que nos acompaña y que nos puede facilitar las cosas o hacérnoslas más difíciles. Disponer de un nuevo museo etnográfico en Los Puertos de Santa Bárbara, ser un empresario hostelero con éxito que proyecta construir tres pequeños hoteles con encanto en pleno casco antiguo de Cartagena o resultar agraciado con un segundo premio de la Lotería de El Niño, como le ha ocurrido al vecino que adquirió el boleto en la Administración de ´La Suertecica´ no tienen por qué dar la felicidad.

Son las cosas cotidianas, los pequeños detalles con los que queremos y nos rodean, y no las excepcionalidades, las que nos endulzan o nos amargan la vida. Y eso depende en gran medida de nosotros, de nuestro comportamiento, de que seamos buenas personas, sobre todo, con los que tenemos más cerca. Así creo yo que es como cambiaremos este mundo cada vez más necesitado de humanidad, cada vez más necesitado de que sea Navidad todos los días. Ese es mi deseo.

¿Y tú que le pedirías a ese árbol mágico de las hadas?