Desde el final de la cola no se podían ver las cajas. Éramos muchos a pagar ropa interior en la calle y ropa exterior de casa. Lentos minutos después, sí. Había una caja abierta y la cajera envolvía y embolsaba, ofrecía ticket-regalo y cobraba en metálico y en plástico. Al lado, otra trabajadora se afanaba en otra tarea menos apremiante... para los que esperaban. Éramos muchos a pagar varios productos a una unidad básica de cobro equivalente a un recurso humano. Esta es una política frecuente en las grandes cadenas multinacionales de moda y se aplica a rajatabla en invierno y en verano, en rebajas y en temporada. Cuantas menos cajas, más caja. Es una regla universal, ajena a las posibilidades que ofrece la reforma laboral española de firmar condiciones de mierda en contratos de papel higiénico. Me vino a la cabeza un dato aireado en marzo pasado: Amancio Ortega ganó 1.828 euros cada minuto de 2015. Más de 18.280 mientras hacía aquella cola en una tienda que no era de las suyas, en las que también rige una política flemática de cajas porque el campo de batalla es la exposición. Esa es la razón de que haya pocas cajeras mientras las dependientas acuden, como aquejadas de un trastorno obsesivo compulsivo (TOC), a restaurar el plegado de la mercancía que desordenan las compradoras con la displicentes pinza de sus dedos. Una conclusión es que el minuto de los propietarios de las grandes cadenas cotiza mucho y el de los compradores, nada. Y tienen relación: el tiempo que usted pierde es dinero que el propietario gana. El tiempo de ocio es escaso y, por tanto, caro. El de ocio de calidad -en el que nadie incluirá una cola- está por las nubes. Si se repercute a las mercancías de las cadenas que tienen una ajustada plantilla de cajeros y una laxa cultura de colas verá que esa ropa bonita, hecha con materiales baratos y salarios bajos, no es tan barata.