Ocurrió hace poco, en un partido de fútbol disputado en Huelva. Los entrenadores de dos equipos rivales detuvieron el juego ante los insultos que la grada vociferaba hacia el árbitro. Los técnicos se revolvieron y exigieron a los hinchas, sus aficionados, que se calmaran y dejaran de increpar. La grada eran los propios familiares de los jugadores: padres de futbolistas de once años. Este gesto insólito -cuyo relato escuché en la COPE- ocurrió hace unas semanas, pero los insultos se suceden a menudo en los campos de fútbol base. Es una situación muy grave. Nos llenamos la boca exigiendo ejemplaridad al jugador de élite -una responsabilidad desmesurada, a mi juicio- y despreciamos que el problema se encuentra muy cerca, dentro de casa. Porque, por más que insistan, una actitud pendenciera de una estrella, un peinado rimbombante e incluso una declaración soez no va a condicionar decisivamente la formación de un menor. Sin embargo, un energúmeno que en su tiempo libre con su hijo chilla e insulta a un árbitro -o al rival, o a otra persona- es un irresponsable, que falla con su primer deber como padre. El niño mira, observa y aprende; no los minusvaloremos, pero su mirada necesita referencias, la guía de un adulto. Esa influencia la ejerce su entorno más directo: el padre, el maestro, el entrenador. Y no Messi ni Cristiano.