A mí me hubiese encantado llevar el pelo largo y hacerme dos trenzas que cayesen a ambos lados de mi cara o unirlas en la parte de arriba de la cabeza, como si fuese una diadema. Pero mi madre decía que no podía dejarle, además, el cargo de cuidarme la melena a la tía Luisa, que no era tía ni era nada, no más que la vecina, puerta con puerta, pared con pared, del rellano. A mí me encantaba cómo decía mi madre lo de ´puerta con puerta´, ´pared con pared´ las contadas ocasiones en que salíamos a pasear juntas y le explicaba al primero que encontrase que me tenía que dejar con Luisa, la vecina, porque ella trabajaba todo el día y que, la pobre, bastante tenía con encargarse de su padre, que era un ´porculero´, y de mí. Esa palabra me hacía mucha gracia y también me daba un poco de pena por el ´porculero´ y otro poco de vergüenza porque saliese de la boca de mi madre, con lo guapa que ella era.

Luisa dejaba las dos puertas abiertas, la de su casa y la nuestra, para escuchar al padre cuando la llamaba a voces, que si «Luisa, agua», que si «Luisa, sube el volumen», «Luisa, baja el volumen que te crees que estoy sordo», «Luisa, apaga la tele», «Luisa, pon la radio», «Luisa, quita esa caja de grillos». Pues eso, que la mujer no paraba de echar viajes porque el padre era un poco ´porculero´ y porque además, no podía caminar, el buen hombre.

Esos raros días que paseábamos mi madre y yo, ella me daba una peseta al regresar a casa y la guárdabamos en un calcetín desparejado, como ella, con las anteriores y me decía, muy misteriosa: «Algún día entenderás que esto son más que pesetas».

Entre vuelta y vuelta al ´porculero´, Luisa hacía vida en nuestra cocina. Todo: la comida, coser, planchar, jugar conmigo a las cartas, al parchís, a aguantar la respiración, a estar muy callada y muy quieta (yo), enseñarme a leer y hablarme de mi madre, de lo guapo que era mi padre y de lo mucho que había pasado mi santa madre con él por su mala cabeza, que «los guapos son como los helados: dan mucho gustico un ratico, pero luego todo son madresmías». Yo la escuchaba con la barbilla apoyada en esa mesa de la cocina que servía para todo y unas trenzas de lana rubia sobre mi cabeza que me había hecho ella misma, la tía Luisa que «no es tía ni es nada, pero que nos quiere más que nuestra propia sangre», como decía mi madre.

„ Luisa, ¿por qué trabaja tanto mi madre? ¿Y por qué trabaja los domingos y todas las fiestas?

„Hija mía, porque tu padre no sólo os dejó a vosotras, dejó también muchas deudas y porque mierda, lo que se dice mierda, hay todos los días. Y los señoritos son muy señoritos, pero ensuncian como el que más.

„Luisa, y ¿por qué no limpia estas escaleras y las casas de los vecinos y así la tengo bien cerca?

„Hija mía, porque aquí ninguno tenemos dónde caernos muertos.

Yo miraba el suelo perpleja, atónita de que aquella mujer, que tanto sabía de todo, no supiese que cualquiera se puede quedar muerto en el suelo y que el suelo jamás en la vida diría nada.

Esa mañana de primero de enero, en el perchero que había detrás de la puerta de entrada estaba colgado el abrigo rojo, que la nieta del señorito había desechado, que estaba reluciente y que me hacía parecer una princesa, aunque llevase el pelo tan corto. Luisa estaba llamando al gato, ése que sólo venía para comer, afilando la hoja del cuchillo contra la piedra que había en la encimera para tal fin. Estaba hablando consigo misma y yo aproveché el descuido para ponerme las trenzas y el abrigo y salir a dar una vuelta. Eso estaba totalmente prohibido y quizá por eso lo hice.

Bajé de puntillas por la escalera y caminé hasta que estuve cansada y perdida. Llegué a un parque en el que no había estado nunca y aterricé, como decía Luisa. Un señor muy mayor con pelo blanco y gabardina, me levantó, me sopló y me dijo que no pasaba nada. Cada vez que me he vuelto a caer después, he soplado y me he dicho yo también que no pasaba nada.

„Estoy perdida y no puedo hablar con usted. Estoy buscando a mi madre.

„A lo mejor la llevas en el bolsillo.

„¡Qué disparate y qué risa cuando se lo cuente a Luisa!

Metió la mano en mi bolsillo y sacó un papel que yo no llevaba y de su oreja, un lápiz. Me pidió que me dibujase. Me dibujé con unas trenzas arrastrando por los tobillos. Él me dijo:

„Está sin acabar. ¿A que no sabías que llevabas un papel en el bolsillo? Pues tampoco sabes que tienes esto „y me dibujó unas alas en mis orejas, un globo que salía del corazón y un lazo que ataba las trenzas al suelo. Y me explicó:

„Camina sujeta al suelo siempre, pequeña, pero deja que tu cabeza y tu corazón toquen el cielo.

Y ya sólo recuerdo que estaba en casa acostada y que mi madre, como cada noche, se metió en mi cama oliendo a guiso, a tabaco del señorito y a sudor. Lo sé, no suena muy delicioso, pero a mí me acunaba y reconfortaba cada noche.

Luisa y ella dicen que eso no pasó, que nunca me escapé y que jamás conocí a ese señor. Pero yo sé que es cierto porque en el calcetín que guarda esas pesetas que hoy sé que eran mucho más que pesetas, aún conservo aquel dibujo de las alas, el globo y las trenzas sujetas al suelo.