Está de moda el concepto de transversalidad. Es el estandarte de Errejón en el debate interno de Podemos. Significa que no hay que enseñar demasiado la patita izquierda para conseguir una adhesión amplia, incluso procedente de espacios que nunca se han identificado con el rojerío. Pero lo transversal, en política, viene de muy lejos. Empezando por el franquismo. No hubo régimen más ecléctico: aglutinaba a los falangistas, incluidas sus dos tendencias básicas, la de los que se acomodaron al poder entregando a él sus símbolos originariamente fascistas, y la de quienes mantenían el soplo original del socialismo autoritario y benefactor; a los tecnócratas, que entendían la política como un utilitarismo para el desarrollo y la obra pública; a los democristianos, a los que no incomodaba la represión de las libertades a cambio de la aplicación, en pequeñas dosis, de la llamada doctrina social de la Iglesia, una prosa que, leída en su literalidad se parece al socialismo autoritario, pero que viene a ser la esencia de la caridad, es decir, el pretexto para que las masas tengan pan y, con tan mínima satisfacción, no se rebelen. Y también los meapilas del Opus y derivados, caracterizados en su mayoría por poner pisos a las vedettes de moda en Serrano o la Gran Vía. Para transversalidad, digo, la del franquismo, gracias a la cual aquel régimen se perpetuó tantos años.

La trasnversalidad es la clave de todo poder. Ejemplo, la Iglesia. No hay club que no contenga a tanta gente diversa: fundamentalistas bíblicos, Opus, kikos, Comunión y Leberación, Cristianos por el Socialismo, Legionarios de Cristo, Teología de la Liberación, vaticanistas y tridentinos, beatas y comunistas... Ahí cabe todo el mundo, tan sólo considerando el escrutinio contemporáneo, y el resultado son 2000 años de poderío y los que vendrán.

Pero sin irnos tan lejos. El propio PP es un caso adelantado de transversalidad. Incluye desde la extrema derecha hasta un prototipo suave de socialdemocracia. Conservadores rancios, liberales ingenuos y liberales falsos, democristianos a la violeta, tardofranquistas, desideologizados adictos a la droga del ´sentido común´, inmovilistas, izquierdistas reconvertidos y, entre todos ellos, abundantes fans de Escarlata O´Hara, entregados al lema «nunca volveré a pasar hambre» extendido a sus nietos, lo que exige afanar en cantidades industriales. Este esquema es infalible, pues se inserta en el núcleo duro de la clase media, en el que también participa un amplio sector del PSOE, cuya ideología es: todo va mal, pero es susceptible de empeorar, de modo que Virgencica, que me quede como estoy.

La neojerga de Podemos no es tan nueva, y se ve que en cuanto a transversalidad ya hace tiempo que sus adversarios se le adelantaron aun sin apelar a esa palabra. En este contexto, a los podemitas les ha dado por reutilizar otros conceptos manidos, que reinventan sustrayéndoles el artículo. Así, por ejemplo, ´gente´. La apelación a ´la gente´ venía siendo cosa de la derecha, mientras la izquierda oponía ´ciudadanos´ o ´ciudadanía´, una categoría cargada de derechos, de manera que ´la gente´ quedaba como peyorativo, una alusión a la masa informe. Sin embargo, Podemos reivindica ahora el concepto, pero, ya digo, sin el artículo. Los de Podemos no le ponen el ´la´; dicen : ´somos gente´, y parece que suena diferente. Ocurre igual con ´pueblo´. ´El pueblo´ ha sido siempre un concepto de la izquierda («el pueblo unido, jamás será vencido»), pero por causa de la transversalidad, lo de ´el pueblo´ se ha quedado obsoleto, y ahora Podemos habla de ´construcción de pueblo´ (sin el artículo ´el´). Todo esto debe tener algún sentido, aunque quienes no militan en Podemos no alcanzan a comprenderlo, como la reivindicación de la palabra ´patria´, que en la historia reciente de España alude a un cortijo protegido por la Guardia Civil, pero que Iglesias recita con frecuencia con intención tal vez provocadora. O no.

El caso es que a los que somos ya viejos toda esta neojerga nos suena ya gastada. Y tenemos la impresión de estar viendo películas en blanco y negro.