Se empeña Sergio Ramos en reescribir su leyenda a fuerza de transformar lo excepcional -el gol decisivo en los últimos minutos- en rutina. El camero es un jugador especial: sus frecuentes excesos pueden exasperar a la misma hinchada que después celebra absorta sus hazañas. Tal vez por eso resulta complicado ser ecuánime con Ramos. Su trayectoria es la de un futbolista con un extraordinario potencial que apenas canalizó en regularidad ni en constancia. Sólo le recuerdo una temporada completa rindiendo a gran nivel -la 11/12, asentado ya como central-. Pero el fútbol también se explica con instantes en momentos cruciales; es decir, una volea sublime en Glasgow o una parada inverosímil en Johannesburgo. Y aquel cabezazo en el 92.48 en Lisboa colocó a Ramos en terreno sagrado de la historia del Real Madrid -palabras mayores-. Lo sorprendente ahora es que aquel cabezazo queda como el primero de una muesca asombrosa. Esta virtud sólo está al alcance de futbolistas únicos; una cualidad muy propia de lo que, año tras año, nos costaba creer que teníamos ante nosotros: un genio.