A los españoles no les gusta Donald Trump. Puede que ése sea el motivo por el que el presidente electo está encerrado en su torre de Nueva York. Lo ignoro, ciertamente, pero lo que sí sé es que un país como el nuestro, que votó dos veces a Zapatero, la segunda de ellas en 2008, dejándolo al borde de la mayoría absoluta con 169 escaños y con el destrozo económico que ya se aventuraba, no sé si tiene autoridad para dar lección alguna en elecciones presidenciales. Y, pese a ello, periodistas, analistas políticos y omniólogos varios (gracias, amigo J. C., por descubrirme el término) pueblan los medios mesándose los cabellos por el ´disparate´ que han hecho los americanos. Oh, ah.

No seguiré ahondando en el asunto capilar, donde Trump nos vapulearía a casi todos los mortales, pero sí en el de la superioridad moral de una parte de la izquierda que, sin pudor alguno, fija los estándares de democracia y normalidad. Hablo de esa izquierda que confunde la excelencia con el esnobismo y lo ilustrado con potitos de intelectualidad. Esto que digo lo padecimos aquí tras las elecciones de junio, en las que a Podemos le sobraban los mayores de 45 años, mientras presumía del voto ´formado´. Ese voto, el que se había educado en las universidades con almacenes de cadáveres en sus sótanos y que dan cabida a sujetos que impiden hablar a Rosa Díez o Felipe González, es el voto bueno, el fetén. Para entendernos, el voto de la gente. De esta forma, todas la personas que votaron a Rajoy eran analfabetos, nostálgicos con retrato del Caudillo presidiendo el comedor y viejos cuyo mayor servicio a España (perdón, al Estado) sería la eutanasia con fines progresistas, o sea.

Los líderes y lideresas de esta vieja nueva izquierda preferirían, qué duda cabe, dedicarse únicamente a deleitar de manera periódica a sus alumnos con deposiciones políticas en las aulas de las universidades públicas. Pero no. El destino les ha hecho cargar sobre sus hombros con la responsabilidad de decirle a todo el mundo lo que le conviene. No debe extrañar, por tanto, que dijeran que la investidura de Rajoy era ilegítima, por mucho que viniera respaldada por una mayoría de votos y diputados, y que lo suyo era corregir en el Congreso la anomalía democrática de que no hubiera ganado la izquierda. Entiendo vuestra frustración, queridos niños, creedme.

Pero claro, el espacio vital de esa izquierda trasciende fronteras. A ellos les gustaría que Estados Unidos lo presidiera quienes ellos quisieran, porque asumen la misión trascendental de controlar los designios del universo. No les gustaba Hillary Clinton, pero menos aún Trump. Confiaban, como siempre, en la gente y, de manera incomprensible, los votantes de Wisconsin no han tenido en cuenta ni al círculo de Podemos de Vallecas, ni a ningún tonto de guardia de la cadena de los ´brujos visitadores de La Moncloa´ como los llamó Juan Luis Cebrián. Tampoco a vosotros, gurús tuiteros.

El caso es que, como digo, los americanos han votado a Trump más de lo esperado. Ahora, los medios insisten en analizar el voto y concluyen, sin sonrojarse, que esa mitad del electorado que ha optado por el republicano es únicamente la white trash, en general, una panda de varones paletos que cuelgan de su furgoneta una bandera de los Estados Confederados con la imagen superpuesta de un feto y que, con suerte, han acabado los estudios básicos sin haber tenido antes un hijo con su prima hermana. Una miopía malintencionada y que es también, a mi juicio, uno de los factores que han podido influir en la victoria republicana. ¿O acaso, por ejemplo, los votantes de Ohio que en 2008 y 2012 dieron la victoria a Obama eran todos precandidatos para el Nobel y en 2016 han ido a votar en un carromato después de celebrar la fiesta del siluro? Pues eso.

«Quien no vote por Hillary es un idiota y un paleto», era la apelación con la que, de forma más o menos velada, los medios progres venían machacando. Y el pueblo, que no la gente, a veces se harta también de estas cosas y ha reaccionado, no tanto a favor de Trump como en contra de la aristocracia demócrata y de lo que ésta representa. Esa nobleza refinada y educada en universidades inalcanzables para esos votantes que desprecian, siempre condescendiente, permite que el pueblo la vote.

A lo mejor los votantes estaban hartos de ver cómo para Clinton el país no existía más allá de sus costas; puede que no les entusiasme cómo el matrimonio se ha enriquecido generando turbias relaciones en torno a la Fundación Clinton; y es posible que también, no lo sé, muchas mujeres no vean en Hillary el modelo femenino más adecuado. Incluso algunos inmigrantes que residen en el país de manera regularizada puede que vean a los ilegales como una cierta competencia desleal. Ya digo, son sólo cuestiones que planteo después de lo leído, visto y escuchado antes y después de las elecciones.

Lo cierto es que explicar el éxito de Trump, como el de tantos otros candidatos, es complejo porque cuesta hacerlo sin juzgarlo todo desde nuestra perspectiva personal y cultural. Comenzaba el artículo hablando de Zapatero. Yo podría decir que la gente que lo votó es idiota porque yo no lo hice, pero no lo voy a hacer porque no es cierto. No sé si a usted le habrá ocurrido, pero a veces, cuando constato que a alguien a quien tengo por un idiota piensa como yo en algún asunto, tiendo momentáneamente a cuestionarme mi posición y miro entonces a quien apoya la opinión contraria. Es un ejercicio tranquilizador porque se constata así que el número de idiotas es similar a uno y otro lado y que, según a ojos de quién, uno puede formar parte también de esa masa de idiocia. Y, como le leí a P., «decir que los votantes de Trump son idiotas nos convierte a nosotros en personas incapaces de convencer a simples idiotas». Dicho queda. Y es que, había mil motivos para no votarle, pero quizás no fueran razones suficientes para votar a Clinton.