El inicio de esta década vio cómo la gente salía a la calle (y en muchos casos se quedaban en ella acampados) en lo que se dio en llamar el movimiento de los 'indignados', palabra en español que estuvo en un tris de incorporarse a la lexicología planetaria junto con otras como guerrilla o liberal. Los indignados ocuparon Wall Street y subieron al poder en Grecia con Syriza. Los indignados eran sobre todo jóvenes pero no exclusivamente. De hecho, en algunos pueblos de Castilla rebosantes de jubilados ganaron sobradamente los candidatos de Podemos, el fruto político que maduró en España a raíz de ese movimiento insurrecional aunque pacífico y esperanzado.

Pero el fenómeno que está arrasando en el mundo durante este nefasto año bisiesto, y poniéndolo patas arriba, tiene muy poco que ver con la indignación y mucho que ver con la insatisfacción. La insatisfacción tal ver pueda parecer menos estruendosa, y de hecho no se manifiesta con algarabías callejeras o con acampadas en la Puerta del Sol o Wall Street, pero está claro que está convulsionando la realidad política, país a país, referendum a referendum y elección tras elección.

La buena noticia es esa: que la venganza de los profundamente insatisfechos con la situación política, social y económica actual se encauza a través de los órganos de participación democráticos clásicos, creados precisamente para dar cabida eventualmente a la protesta social, evitando de esta forma que se manifieste en forma de violencia incontrolada, con la crudeza y los sangrientos resultados a los que aboca una revolución.

Los insatisfechos de esta época, extrabajadores industriales venidos a menos, han encontrado su voz en candidatos y movimientos poco ortodoxos pero claramente escorados hacia la extrema derecha. En realidad, lo que está pasando ahora es justamente lo mismo que aconteció el siglo pasado después de la Gran Depresión que siguió a los felices y prósperos años veinte: que se creó una gran coalición entre la burguesía capitalista, aunque fuera arrastrada a ello de forma renuente al principio, y las clases medias insatisfechas que alzaron al reclamo de propuestas simples, xenofóbicas y racistas lanzadas por unos líderes carismáticos y oportunistas que medraron al calor de las ansias de venganza.

Y por mucho que la renacida actividad económica apunte a mejores tiempos, como ya apuntaba en la Alemania que precedió al ascenso de Hitler, todos aquellos sufridores en silencio de la clase media que han visto cómo su situación económica, su poder adquisitivo y sus perspectivas de mejorar en la vida se han deteriorado en estos lamentables años de crisis, aprovechan la menor oportunidad para mostrar su cabreo e insatisfacción respaldando a estos falsos profetas antisistema.

La insatisfacción de los trabajadores manuales de clase media es entendible, pero los compañeros de viaje que han escogido son altamente peligrosos. Y el paraíso al que prometen devolverles, y del que se sintieron expulsados por la crisis, en realidad ya no existen, es un mero rótulo en la puerta que da falsas esperanzas. No entienden que el problema no es la globalización, si no que esta esconde un cambio profundo del modelo económico y productivo. Que lo que está pasando con el empleo industrial es lo mismo que pasó con el empleo agrícola, que abarcaba a casi el 80% de la mano de obra ocupada a finales del XIX y no llegaba al 8% a finales del siglo XX. No son los chinos los que les han quitado el trabajo, es que el trabajo directamente está desapareciendo de la industria gracias al progreso tecnológico, incluso para los propios trabajadores chinos, como ya está sucediendo. Con su venganza hacen oír su voz, pero su desesperación nos puede conducir a todos al abismo.