Atravesaba el callejón como todos los días, entrada ya la mañana, de la mano de su madre o asido al cochecito de su hermana pequeña. En el camino, iba reconociendo lugares, esquinas, colores cotidianos, que se repetían todos los días, con la intensidad de un día radiante o con el tamiz gris de un cielo cubierto de nubes gruesas de plomo y agua. Al doblar la esquina, aparecería la calle ancha, con su acequia en el centro, flanqueada de árboles que dan cobijo a los pájaros y sombra a los gatos. Aquella mañana se quedó mirando un portal vacío. Algo faltaba en una escena conocida, pero no sabía qué.

Hoy no está tu amigo, Miguel le dijo su madre con un tono extraño de un saber resignado que sólo los mayores pueden comprender. El Señor se lo llevó a contarle gracias a los querubines, que no tienen quien los distraiga cuando no están cantando las glorias divinas.

Durante un tiempo, el joven rapaz tratará de acordarse del rostro de aquél que faltó esa tranquila mañana. La memoria infantil no sabe de tiempos pretéritos, pues sólo aprenderá cuando conjugar los verbos sepa, olvidada ya su primera lengua de trapo.

¿Y qué es la memoria sino mera ilusión? Una página de un libro garabateado de letras que apenas aprendimos a leer. El lenguaje oral se aprehende como primer acto de comunicación, para confirmar que somos animales sociales. El escrito se guardará en otro lugar de la memoria, en una primera peripecia de la capacidad de abstracción. Primero entendemos, luego hablamos y después escribimos. Durante un periodo que a nosotros nos parecerá largo, sabremos imaginar significados con sólo leer los significantes, lograremos pensar y razonar con sólo juntar unas cuantas letras, cuyo significado ignoran todos los demás animales de la tierra, incluso muchos humanos que no hablan el mismo código lingüístico. Mientras otros mamíferos memorizan olores, colores o sabores, nosotros nos entretenemos en desentrañar arcanos que están más allá de lo cognitivo. También podríamos identificar olores, pero les ponemos nombre de mujer, porque es a la madre, el primer regazo que nos acuna, a quien debemos la pauta olfativa. Todo, hasta lo más instintivo, podemos reducirlo a un código de significantes. El paladar de una copa de vino, el tacto de una piel cálida y cercana. Y cuando algo nos mortifique y en una sudorosa noche nos desvele del sueño, tendrá nombre o no tendrá sentido. Y cuando amemos, sí, también cuando amemos, pondremos nombre y no lo confundiremos.

Mas un tiempo llegará que no podremos recordar. Ni aquello que ya olvidamos de niños, ni esotro que aprendimos con harto trabajo. El ordenador cerebral se desprograma siguiendo un curso ineluctable, biológico y neuronal. Sabremos detectarlo pronto en los demás, pero se resistirá nuestra mente a aceptar la única y constatable verdad, que todo cuanto amamos y todo cuanto odiamos desaparecerá un día, sin más rastro que la memoria que dejamos en quienes nos rodean.

¡Ah, plantar un árbol de los tantos que talaron para escribir y leer! ¡Tener un hijo que trascienda nuestra sangre más allá de la memoria! ¡Escribir un libro para que alguien recuerde que fuimos mortales y que sólo ceniza y tierra quedó! Tal vez si lo hiciéramos bien, alguien sienta un ligero temblor al leer unos versos o una frase que de una mano salió:

Dichoso el árbol, que es

/ apenas sensitivo

y más la piedra dura porque

/ esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande

/ que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre

/ que la vida consciente.

Hasta el viejo Rubén Darío, de los más, el que más, lengua florida, verso cadencioso, sonoro rimar, sintió algún día a la muerte llegar y pensó si memoria transida, como el imperio y la lengua, tuviera final.

Tal vez todo se pierda como lágrimas en la lluvia y de aquella tristeza que las hizo brotar acaso quede una reseña en un libro. Es el precio de vivir conscientes de que cada segundo desaparece en el mismo instante en que transcurre. Empero, aquella impresión que dejó en nuestra memoria, la caricia, el deleite, la contemplación o el susurro, habrá emocionado el cuerpo que habitamos. Si conseguimos transmitirla a quien nos acompaña, comunicarla de cualquiera de las formas que sabemos, tal vez en una página escrita, nuestro legado será la memoria cuando volvamos a la nada.

Carpe diem.