Octubre es la poesía, fantasmas del corazón y el alma de la poesía. Y Rubén Darío eternizando: «¡dejad al huracán mover mi corazón!». Fue así el tiempo de los otoños bravos en el interior del poeta. Octubre es también la poesía de la brevedad del tiempo y de una copa de vino mientras las hojas van cayendo en el paisaje. Siempre será así para mí, por la poesía y por Rubén Darío, ahora que se cumplen cien años de su fallecimiento. Octubre es también el mes en que oigo por primera vez a mi amigo el poeta y rapsoda nicaragüense Arturo Pasos Masip en Murcia, en aquella taberna de Pepe, en La Viña, donde se sentía llegar el cortejo de la mano giratoria de Arturo y las ganas de Emilio Masiá y de mí mismo de que el mundo cambiara en ese instante, y de que nos llevara ese mismo mundo mientras se anunciaba la espada con vivo reflejo.

La muerte de un poeta es un golpe terrible. Tuvo que ser hace cien años un cataclismo, como hoy. Aquel octubre sin revolución y sin asuntos propios tuvo que ser terrible. Casi todo es poesía, y la muerte también es. Y octubre es paisaje, y debe ser París y el lago sin cisnes, y la soledad de una alameda llena de hojas yertas. Poesía relegada al fin a ser poesía de ese cataclismo que es el fin de una flor o de una hoja muda. Y es por eso que he traído aquí a algunos poemas de poetas conocidos para hablar de un otoño como aquel de Darío o como este nuestro, ya al fin de regreso al significado de octubre en poesía, con la ayuda final del poeta del modernismo, algo no reinventado nunca jamás y del mismo espesor que los milagros en literatura.

Leopoldo de Luis, en Poema para octubre, nos habla de paisaje, de ceniza y también de vida, hoja caída fruto. Ese retorno al paisaje que un día se soñaba, aquella tarde rosa vagamente, es octubre, el corazón dorado por las hojas caídas. Y es también el mar de la memoria que dará sus frutos en el recuerdo.

Octubre es poesía en Juan Ramón Jiménez, echado en la tierra, enfrente del infinito campo de Castilla que el otoño envuelve en amarillo; arado y semilla en el ancho surco del terruño tierno en la espera de que un día, en primavera, el fruto señalara el mundo de la poesía como el de la tierra. Poesía necesaria, como lo era el pan de cada día para Celaya.

Si hay unos versos que dieran forma y color a la poesía (ut pictura poesis), son los de Antonio Machado, dedicados a Julio Romero de Torres, en aquel Amanecer de otoño.

Y fue César Vallejo, el peruano y exiliado, quien en su poética urbana de la soledad, en un octubre de 1936 señala al París de los Campos Elíseos y la callejuela de la luna donde empieza ya a despedirse, si es que su vida no fue una despedida inacabada y gris hasta que un día tuvo el presagio de su destino en aguacero y soledad.

Y en esto arrancó el verso enredado y otoñal de los ojos crepusculares del chileno Pablo Neruda cuando vino a decir: «Te recuerdo como eras en el último otoño. / Eras la boina gris y el corazón en calma. / En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo. / Y las hojas caían en el agua de tu alma». Era así, su sed ardía, jacinto azul torcido en su interior, que sentía viajar sus ojos y caían sus besos alegres como brasas. Poesía, todo poesía. Todo lleno de poesía a borbotones

Pero fue Rubén Darío, el colosal poeta nicaragüense quien en sus Versos en otoño llenó el mundo de unos labios y enseñó la copa de las hojas de la primavera en aquel otoño de las alamedas amorosas: «El amor pasajero tiene el encanto breve, / y ofrece un igual término para el gozo y la pena. / Hace una hora que un nombre grabé sobre la nieve; / hace un minuto dije mi amor sobre la arena. / Las hojas amarillas caen en la alameda, / en donde vagan tantas parejas amorosas. / Y en la copa de Otoño un vago vino queda / en que han de deshojarse, Primavera, tus rosas». Y ese otoño del recuerdo amado lo hizo saber Darío para más tarde decirnos aquella melancolía sobre la fugacidad de la vida en Canción de otoño en primavera, la de aquel «juventud, divino tesoro...», como un vino también recién fermentado (tal vez el mismo vino de otoño que más tarde poetizó Neruda, tal vez también en su alameda equinoccial).

He aquí , el otoño en carne viva, la poesía del paisaje, de la luz y la paleta golondrina, y la poesía del rumor del alma, de la soledad, del tiempo y del recuerdo amado y gris. Por eso, por estos poetas y por los que siguieron convocándonos a un silencio de musicalidad postromántica, octubre tiene el sello de la humedad de la tierra, del buen vino y de la nostalgia al escuchar aquella Balada de otoño de Serrat, mientras llueve y llueve sobre los campos deshojados y tras los cristales, mientras se quema el último leño al fuego del hogar.

En la espera de que lo ekfrástico termine de dejarnos hermosamewnte el anochecer poliédrico de la poesía en la música y el color huidizo pero brillante de aquellas hermosas puestas de sol que poetizara Goya desde su paleta, escoba de luz arrebolada.

Pero yo sigo oyendo a aquel muchacho, Arturo, en las calles de Murcia. Eran los años sesenta y se oían los claros clarines, según nos decía el Príncipe de la poesía. Y su mano, la de Arturo, alzada para señalar aquel Cortejo, ya toda Nicaragua en pie, sobrevenida.