Al caerme de la cama, al meter la llave para regresar a casa, nos encontremos en el otoño tristón o en un domingo luminoso, es muy raro que en el salón no me encuentre sonando a Leonard Cohen que, la alegría de la huerta, precisamente no es que sea. Así que, como comprenderán, agradezco de corazón a la Academia que no le haya concedido el premio. No creo que hubiera podido resistirlo.

Sí, porque previamente ya me puse de los nervios en cuanto vi, no que estaba a punto que sacar un nuevo disco, que bendito a sus 82 tacos, sino que de camino al lanzamiento había confesado hallarse «preparado para morir». Si años atrás en Old ideas reflejaba «no tengo futuro, sé que mis días están contados, no es tan amable el presente, pensé que el pasado me sobreviría, pero la oscuridad era esto también», ¿qué nos esperaría ahora tras su fúnebre confesión? Como los excelsos creadores suelen ser ciclotímicos, el día de la presentación del trabajo coincidió con la concesión del famoso Nobel de Literatura y cambió el chip. Puso al colega por las nubes, rectificó los pasos prematuros que había dado hacia el camposanto y expresó su intención de «vivir para siempre». Eso lo tiene al alcance, al igual que otros ilustres del planeta creativo en el que habita. A pesar de los bajones, el músico canadiense aún comparte y se deja ver pero, como sabrán, la Academia sueca ha desistido en su intento de contactar con Dylan para comunicarle la distinción. Quien lo ha perseguido ha sido la secretaria que fue la que recomendó al comité del premio el Blonde on blonde del 66 para entender la poesía del autor y, una vez captada, la subieron a los altares. El antimarketing que despliega es la prueba fehaciente de la consistencia y el valor de su obra. Y también es llamativo cómo han celebrado los seguidores el Nobel cuando, desde medio siglo atrás, el trovador de Minnesota al que idolatran desdeña cualquier flujo procedente del exterior por lo que, en su honor, permítanme para epatar que añada solo una cosita: ¡Viva Leonard!