Una de las viñetas del diario económico The Economist de la pasada semana es toda una obra de arte de la crítica política. En ella aparecen los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos debatiendo. La señora Clinton declara solemne (traduzco): «Para enfrentarnos al complicado y peligroso mundo de hoy día, necesitamos responder con ideas inteligentes, basadas en la experiencia política y un largo y maduro análisis», a lo que el señor Trump le espeta un simple «¡Perdedora!». A cualquiera se le escapa una risa ante tamaño desatino, pero, por desgracia, el esperpento de la escena no deja de tener su raíz en muchos de los discursos políticos que se manejan últimamente.

El auge de la demagogia, que siempre ha estado pegada a la política, no es novedad, pero sí lo es el de los populismos de todo corte en los últimos años y su forma de hilvanar ideas inconsistentes, con una apelación a sentimientos manidos y mensajes excluyentes. El crecimiento electoral de la ultraderecha en Francia, Reino Unido, Austria, entre otros países, y la obcecada persistencia de los regímenes personalistas de ultraizquierda en Latinoamérica son solo una pequeña muestra de un fenómeno que ya empieza a preocupar al mismísimo Fondo Monetario internacional. Por fortuna, en España no han calado los populismos xenófobos y ultranacionalistas del primer grupo, y Podemos, aunque no ha definido aún sus bases ideológicas, no se parece del todo a los populismos latinoamericanos. Esperemos que la situación no cambie. No obstante, lo que sí tenemos es una buena ración de viejos nacionalismos, regionalismos y localismos, que las más de las veces se agarraran a las mismas dialécticas de los anteriores.

Sin ánimo de sostener una verdad absoluta, entiendo que hay que huir de la demagogia simplista del político y hay que avisar al electorado que, para ser honestos, necesitamos en muchas ocasiones discursos complejos sobre problemas concretos, y simplificar la respuesta ayuda poco a conseguir una solución. Las tertulias televisivas no son, con sus excepciones, precisamente un referente de este axioma. Ni tampoco las redes sociales. Sé que muy pocos votantes se leen los programas electorales y que, en ocasiones, lo fácil es agarrarse a un eslogan brillante que afecta a una realidad compleja. Pero creo que tenemos que ir más allá.

Con sus defectos, los Parlamentos permiten un mayor desarrollo de ideas y argumentos, aunque sus emisiones no están precisamente en el ránking de las cuotas de pantalla. Recuerdo sin embargo, los discursos del Congreso que escuchaba siendo niño en plena Transición. Creo que antes se escuchaban más, al menos en mi casa, cuando mis padres tenían la buena costumbre de dejarlos puestos en la televisión del salón (ahora hay, desde luego, más alternativas). Se comentaban en familia y no tenía que decirnos la prensa quién había ganado tal debate. Hoy solo reciben interés los que tienen lugar en periodo electoral, cuando los hay, a pesar de que los jefes de campaña los encorsetan hasta aburrir.

Aunque tampoco generalicemos el elogio. Desde que ejerzo esto de la política en nuestra Asamblea Regional me sigue sorprendiendo la persistencia de los partidos tradicionales en perder muchísimo tiempo de sus discursos tirándose el pasado a la cara. El recurso al y tú más aparece cuando ya no hay argumentos. Desgraciadamente, la prensa solo destaca lo llamativo. Si es bronco, mejor. Pero ¿Y los contenidos

¿Qué resolvemos?

En suma, no se pueden tratar con simpleza muchos de los problemas que nos afectan, tales como la inmigración, los servicios públicos, los límites entre lo público y lo privado, la administración territorial, el agua y, si me apuran, la corrupción política.

Desgraciadamente, el político medio vive muy esclavo de las intenciones de voto, le cuesta decir que no cuando llaman a su puerta y aún más el defender cambios que suponen esfuerzo y sacrificio en el corto plazo, por grande que sea el beneficio a la larga. Y lo peor es que lo contrario se penaliza. Penaliza, por ejemplo, decir que en su día fuimos emigrantes y que Europa se construyó en base a los movimientos de personas; que los servicios públicos hay que pagarlos y deben ser eficientes; que la mayor parte de la riqueza proviene del sector privado, y el sector público debe operar como si fuera privado; que una provincia nueva trae consigo más burócratas y más políticos, y no necesariamente mejor representación; que el agua es escasa y hay que adaptarse a un futuro con menos; y que los corruptos son las personas, no los partidos. Y perdón por simplificar.

También cuesta dar a entender desde la política que, en ocasiones (y ahora más que nunca) es necesario negociar y flexibilizar posturas para alcanzar acuerdos de interés general. Eso no nos debe hacer caer en aquello de «el fin justifica los medios», pero lo que no parece obvio es que la obstrucción sea un bien en sí mismo o que determinados preceptos políticos nos impidan sentarnos en una mesa frente a nuestros antagonistas políticos. Como tampoco lo es optar por la ruptura sin aportar alternativas realistas y ponderadas.

En definitiva, hablemos de política y hagámoslo con rigor, y, sobre todo, no la dejemos solo en manos de los políticos. Es demasiado importante.