Cuando era niño, lógicamente, no sabía nada de política, algo que además me parecía un auténtico rollo. Solo me interesaban las campañas electorales, porque salían por las calles coches con megáfonos que, además de pedir el voto para sus respectivos partidos, repartían entre los zagales globos, caramelos y multitud de regalos. Recuerdo que había un partido muy generoso, que todo lo que regalaba era de color rojo, aunque sus productos (no sabía yo muy bien por qué) le hacían poca gracia a mi madre. Al parecer, ese partido era invencible y, cuando llegaba la noche electoral, sus acólitos solían tirar cohetes y mi vecina salía a su balcón cantando algo así como «ay, Felipe de mi vida», sin saber yo muy bien quién puñetas era el tal Felipe. Con el tiempo me enteré de que ese partido que daba tantos caramelos hizo cosas muy buenas y muy malas, y también que fue un actor esencial para que yo viva en un país libre donde, si a uno no le gusta el Gobierno, lo puede cambiar con su voto. Ya de mayor, por motivos laborales, he hecho incluso amigos en esa casa. Por eso me da pena ver cosas como la de ayer. Si se muere el PSOE, se va también parte de mi infancia.