Suprimir las tarjetas de crédito para abonar gastos de representación; prohibir las donaciones de personas jurídicas a los partidos políticos y limitarlas en el caso de las personas físicas; ilegalizar las condonaciones de deudas y establecimiento del delito específico de financiación ilegal de los partidos; endurecimiento de las penas de inhabilitación; garantizar la recuperación del dinero birlado o defraudado; aprobación de leyes de transparencia... Son algunas de las medidas del plan 'anticorrupción' más completo y exhaustivo de la democracia: el que en noviembre de 2014 presentó el Gobierno de Mariano Rajoy y aprobaron finalmente las Cortes (por cierto, con el voto en contra de un PSOE que ya lideraba Pedro 'don Limpio' Sánchez).

Por desgracia, tuvimos que esperar a un periodo de 'digestión' de una gravísima crisis económica, durante el cual los sacrificios y privaciones de la ciudadanía en general parecían llevar a ésta a ser más exigente con el uso de los fondos públicos y especialmente intolerante con la corrupción, para que por fin llegaran iniciativas de semejante calibre, y al albur entonces de escándalos político-mediáticos como el de los papeles (y fotocopias de fotocopias) de Bárcenas.

Nunca es tarde si la dicha es buena, si bien han sido demasiadas las ocasiones perdidas: ni tan siquiera se emplearon los Gobiernos de turno con un mínimo de celo legislativo en la materia durante los últimos años del felipismo, cuando nos desayunábamos con un caso de corrupción día sí y día también (recordemos: además del ahora magníficamente llevado al cine 'caso Roldán' Filesa, Malesa, Time-Export, GAL, fondos reservados, comisiones del AVE, Cruz Roja, etc.), ni en el posfelipismo, cuando todavía resonaban los ecos de tamaños escándalos. Quizá porque la indignación ciudadana contra los desmanes y desfalcos entre la llamada 'clase política', pese a su repercusión mediática, no estaba en aquella época tan extendida: es más, era muy frecuente escuchar afirmaciones exculpatorias tales como 'yo también lo haría'; en ese sentido, muy significativos fueron los 9,4 millones de votos que consiguió en las elecciones generales de 1996 un PSOE absolutamente minado por la corrupción, que aun así fue capaz de cosechar la que se definió como 'dulce derrota': a apenas 1,2 puntos del PP de Aznar.

Sea como fuere, cabe preguntarse si el estallido de la crisis económica y sus consecuencias, además de un populismo alimentado por el éxito de la demagogia fácil, ha generado realmente en España una corriente crítica y moralizante; o, más bien, nos limitamos a magnificar la corrupción ajena (mientras ocultamos o minimizamos la propia) para utilizarla meramente como arma arrojadiza contra el enemigo político. Porque afirmaciones desmesuradas y surgidas de la pura y dura contienda política, y sobre todo falsas, han pasado casi como verdades absolutas: como que el PP es el partido más corrupto, no ya de España, sino de Europa, o que Rajoy es complaciente o hasta ampara la corrupción, cuando ningún Gobierno como el suyo, pese a todos sus errores, ha aprobado más medidas ni dotado de más medios para combatirla (a las pruebas antedichas cabe remitirse, y de ahí que hayan salido a la luz casos que en el 99% son del pasado). Pero vayamos a ejemplos concretos y recientes.

No solo una escandalosa doble vara de medir política, sino una parcialidad mediática presente en la inmensa mayoría de los canales de televisión (resultado, por otra parte, de una inexplicable política de medios de comunicación), lleva a presentar, por ejemplo, un presunto blanqueo de 50.000 euros en el PP valenciano como la más gigantesca trama de corrupción de la historia reciente, mientras que construir desde la Junta eternamente socialista de Andalucía un entramado para saquear más de 745 millones de euros de dinero público, para más inri destinados a los parados en la región con mayor índice de desempleo de España, no solo se le resta importancia sino que genera en el PSOE, empezando por la mismísima Susana Díaz, un auténtico terremoto? de defensa a ultranza de la 'honestidad' (sic) de Chaves y Griñán, aun después de que la Fiscalía haya pedido inhabilitación para el primero y cárcel para el segundo. Si esta estrategia de blanqueamiento de los imputados Chaves y Griñán emprendida desde las filas socialistas la llevara a cabo alguien del PP para, por ejemplo, siquiera insinuar la 'honorabilidad' de Rita Barberá... la crucifixión mediática y política sería inmisericorde.

Desde luego, que exijan la renuncia al escaño de Rita Barberá los mismos que mantuvieron como diputado al insigne Pepe Blanco pese a su imputación, o los que no pidieron a Chaves y Griñán que dejaran el partido y el Senado hasta después del suplicatorio, paso que todavía no ha tenido que dar Barberá, no es sino atenerse, en efecto, a la aplicación de una ley: la del embudo. Por cierto, si nos quedamos en la Cámara Alta, ninguno de esos puritanos de izquierdas que dan lecciones todos los días sobre limpieza y regeneración parecen escandalizarse por la presencia del etarra Goioaga, a quien no le piden su acta de senador, para mayor escarnio, del Reino de España. Tampoco la imputación del portavoz nacionalista catalán en el Congreso de los Diputados, Homs, ha sido merecedora de ninguna petición de dimisión, como si incumplir las leyes o actuar contra ese mismo Estado de Derecho del que un político debería ser garante no fuera lo suficientemente grave como para verse en la obligación de abandonar su cargo público.

Pero ahí tenemos a la otra Rita (la buena, la sílfide Maestre) como portavoz 'podemita' del Gobierno municipal de Madrid pese a hallarse condenada por un delito contra los sentimientos religiosos; a su 'camarada' Zapata, enjuiciado por ofender a las víctimas del terrorismo; y a Cañamero, asaltador de fincas y supermercados premiado con un escaño en el Congreso. Porque, según doctrina sentada, y generalmente admitida, por esa 'nueva izquierda' que viene a purificarnos, en nombre del activismo antisistema es lícito atropellar derechos y libertades fundamentales y hasta atentar contra la integridad física de las personas.

Todo lo cual denota una concepción de rigor en la exigencia de ética pública y política realmente peculiar... y contraproducente. ¿Es esta la virtuosa corriente 'moralizante' que está logrando regenerar la vida política y de la que debemos congratularnos? ¿O nos encontramos más bien ante la prueba del nueve del carácter fariseo de un supuesto exceso de celo 'moralista' contra la corrupción, que en realidad no es sino mera estrategia de desgaste hacia el adversario político... sobre todo si se trata del PP?