Voy a ver Suburra. Es una historia de poder y mafia, valga la redundancia. Un proyecto inmobiliario gigantesco, que inundará de cemento la periferia, sirve de trasfondo para entrelazar la historia de un senador dominado por sus perdiciones íntimas y por sus mentiras y el submundo del hampa cercando al constructor que no es más que un matón sin escrúpulos ni cerebro. Aunque intuyo en qué estarán pensando, la ciudad en la que se sitúa es Roma. El clima que traslada es descomunal, tanto que el thriller no se ha basado en un hecho real sino que está compuesto por un mezclote de casos que han venido produciéndose ahí al lado. Miedo da.

Arranca el 5 de noviembre de 2011 por los pasillos del Vaticano durante la fase en que Benedicto XVI muestra su intención de renunciar al papado. Se extiende a lo largo de siete días hasta abocar en el inevitable apocalipsis. A la escabechina en los portales y la pesca de cadáveres en el Tíber le sigue la dimisión en la presidencia de la República. La consiguiente disolución de la cámara hace saltar por los aires, tras una maquiavélica compraventa de votos en el parlamento, la aprobación de la ansiada recalificación con el consiguiente decoloque de los escaños corruptos. A un baile como éste no es ajeno el ariete de la curia que, al tiempo que participa de los apaños del mediador de las bandas rivales, está pendiente de las cavilaciones del Sumo Pontífice. Así que en cuanto a tutela espiritual, ya me contarán.

En Italia, escritores y cineastas han vencido el miedo a retratar la atmósfera irrespirable de la democracia black. Dada la reacción contenida siendo finos profesada por aquí, aún se halla por destripar si nos encontramos en el final de una marea de desahogados o al inicio de otra Sodoma y Gomorra. Bajando por las escaleras mecánicas sube un político que va a la siguiente sesión. Dispone de mucha información, es de esos por el que una gran mayoría pondría la mano en el fuego y estoy por gritarle cuidado. No vaya a ser que, en medio del laberinto, se lo lleven por delante.